
El vuelo en el aeropuerto de Tijuana llegó con una hora de retraso, se recibió la mercancía, las armas se intercambiaron con droga de la región y bolsas negras llenas de dólares. Esta operación se llevó a cabo adentro de uno de los hangares. La droga fue llevada en un camión blindado de seguridad, no cupo toda la mercancía, el resto fue montado cuidadosamente en las bateas de las Ford Lobo, un convoy de siete camionetas y el camión blindado salieron con rumbo a Tecate. Se había decidido utilizar esa mercancía para distribución y venta en el territorio nacional, el norte de Baja California sería la primera parada. Mucha de la droga vendida en esa región se cocinaba una y otra vez, hasta volverla otra cosa, algo muy lejano a la heroína. Esas dosis, esos arpones llegaban a las piqueras, a los guetos de heroinómanos consumados, entregados a una necesidad esclavizante que los llena tanto pero que en realidad los vacía tanto, los desvanece. Entre las camisas rotas que sirven de sabanas en los pisos de tierra olorosa a heces y orina, entre la basura de orillas de las carreteras se asoma Ema, joven de apenas veintidós años pero que en apariencia representa más de treinta, es adicta desde los once años. En la madriguera entra el tierras, trae una goma, pide una cuchara, la cocina y se la mete toda, no la comparte. Ema tiene dos días sin inyectarse nada, ha tenido mareos y vómitos, altas fiebres y pesadillas terribles, necesita inyectarse, se muere si no lo hace. Tiene algunas monedas que ha recolectado de las limosnas y a veces de medio limpiar parabrisas. Tenía cincuenta pesos en monedas de cincuenta centavos, de un peso, de dos pesos, de cinco, una sola moneda diez; se le había encontrada tirada en el centro. Es lo que costaba el arpón en las piqueras, se había ido a picar allí tres veces sin que le pasará nada, además de tener una tolerancia en un cuerpo ya demasiado enfermo, agujereado por todas partes, en esos agujeros de sus venas se le escapaba la vida. De aquella mercancía de Kabul, sólo tenía una brevedad ese “pico”. Ema pagó los cincuenta pesos de sus morrallas, metió el brazo delgado y morado de tanto pinchazo en ese agujero de un muro frio y grafiteado. Del otro lado un tipo sucio tiene cucharas quemadas, mecheros oxidados, polvos blancos revueltos con el polvo del pequeño espacio caluroso y grasiento. Al fin puede encontrarle una vena “viva”, en la cuchara hierve la sustancia, es jalada en una jeringa que parece se ha usado mucho. La vena es la de su mano, que más que dedos tiene unas ramas frágiles colgando, una mano que emula madera vieja y quemada; el líquido entra, el brazo cae. El pinchador saca la aguja, el que estaba formado atrás de Ema la hace a un lado, es su turno, Ema se va al suelo, se nota atrapada en un sueño placentero, olvida todo.
Antes de que se le parase el corazón entró en un placentero viaje en donde visitaba diferentes partes del mundo, desconocidas. Lo valió pensó Ema cuando vino el fulminante infarto.
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