Tiempo

El tiempo es mi mejor amigo y mi peor enemigo. El tiempo ambiguo del esquizofrénico, el tiempo que fumas, el tiempo que soñamos, el tiempo viajado, el tiempo obsesivo felizmente vivido por un servidor y otros más; el tiempo otorga el valor… valor para hablar de comics, de ideas, de “absurdos delirantes”, de parodia, de cine, de intentos, de música, del fin del mundo, de playas vírgenes ochenteras suicidas. En fin, el tiempo es quien definirá este rollo que hoy mismo inicia e incita a la banda a que lo visite, lo juzgue, lo ame, lo odie o las dos cosas. La pertenencia digital me quitaba el sueño.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Borrador (3)




Ese viaje a Asia fue prolongado por años, tres, seis, nueve, toda una vida; sólo fue necesario quedarme viendo directo el chorro de la fuente; como el día había sido bastante caluroso nadie se tomó la molestia de apagar el suministro de agua. La hora en que veía este chorro pasaba de las seis de la tarde, además la temperatura bajó y la neblina se filtró entre el agua. El mismo elemento en dos estados distintos: condensación y líquido.
Entregué mi boleto, cargaba una maleta ligera. Parecía en realidad haberme encontrado y en consecuencia cualquier objeto me era una carga innecesaria, cuan equivocado podía estar, de cuántos objetos no he podido desprenderme, mi cuerpo como objeto mismo, le rindo tanto tributo como tanto castigo. El punto es que al final me es tan necesario, pinche cuerpo, pinche transición, pinche espiritualidad, pinche ascender, puto mantra (que no hallo). Fui el tercero en abordar el vagón. Nada tenía que ver con los únicos vagones en los que me hallé alguna vez. Me refiero a esos de pisos de mica blanca, esos en los que pueden verse las pisadas tanto del descalzo como el de la bota o el mocasín que minutos antes tumbó algunos dientes (llegué a ver manchitas de sangre que mi mamá decía eran colorante de alguna paleta de grosella). Los asientos de piel sintética, el acero de los tubos oxidados que te dejaban las manos amarillentas y con olor a fierro. Ese olor le reconozco como el olor que abre un apetito inapetente, es decir, se me antojaba morder el acero, tragarlo, caso similar pasó con el jabón y otros productos de aseo personal; en múltiples ocasiones me vi tentado a llevarme al esófago acondicionadores, shampoos azul turquesa o verde gelatina, tratamientos para la pérdida de cabello y alguna que otra barra, sobre todo aquellas que derraman espuma a montones (Barthes no estaba equivocado).
Este tren no pretendía tener un piso, le tenía dado que me sentía seguro cada vez que me acercaba a mi asiento, a mi lugar; me tocó junto a la ventanilla. En cualquier caso, siempre que pretenda viajar busco la ventanilla, la rendija que le haga saberse en movimiento no por el remover de sus tripas, sino por los árboles que van quedando atrás, por las casitas que se arrojan al trasiego, si quieren al olvido. Aquí fue que le pedí a mi acompañante me permitiese pasar a mi lugar. Un hombre oriundo de cualquier pueblo de allá, no lo digo a fuerza de estereotipar, no, en dado caso el estereotipo era yo con esa amabilidad occidentalizada, tan falsa, tan en búsqueda de dejar clara cierta superioridad a sabiendas que vengo de México o peor, de un rancho tan grande que busca ser ciudad en los acomodos de urbanidad. Es ridículo y necesario.
-Permiso señor (en un inglés, español, hindú, en alguna lengua muerta) le dije.
El hombre de bigotes extremos, extremo derecho, extremo izquierdo. Le dio por contarme que no hace mucho su hermana menor cayó de un puente. Pensé ¿Cayó o se arrojó? Si bien no me atreví a ser directo sí para sacarme de esta duda le dije: “oiga cómo puede caer alguien tan joven de tan alto sin haber ni siquiera subido al cuerpo de los retos, de lo venidero”. Mi respuesta vino en la última de estas palabras, el que se llevara la mano con un pañuelo para limpiar un sudor inexistente me permitió reconocer que fue un suicidio. Las siguientes tres horas de viaje no cruzamos palabra alguna. El afuera no invitaba a nada. Mi desagrado en ver tierras áridas lo interpuse en aquella formulación venida de un curso, capacitación, diplomado de Salud mental (…) en la que se nos dijo: “Si en algún momento durante el trayecto de un viaje ya sea éste en auto particular, de servicio, autobús de pasajeros o algo símil comienza a sentir la tremenda necesidad de ir contando el número de árboles, de señalamientos, de postes, de casetas, de vacas, etc. Preocúpese y ocúpese podría usted tener algún tipo de conducta atípica, anomalía mental que desde el DSM IV nos dirá que usted sufre un desorden obsesivo compulsivo, comprobado. Esta certeza le encontrara en los criterios que son sus síntomas. Preocúpese más si sólo le da por contar postes o vacas, pues de los primeros es indicativo de que usted es un individuo muy parco, que se le dificulta establecer relaciones con otros seres humanos, en tanto, da una atribución al poste (objeto inanimado que usted anima) como si fueran todas aquellas personas de las cuales usted espera o esperó algún tipo de afecto; y que decir de las vacas, esto nos indica que usted tiende a ser un individuo instintivo, ve a las personas como animales a la par que también usted actúa como uno. Pretende obtener de las personas sólo ventajas de índole sexual, atenuadas a posibles parafilias, zoofilia como rasgo inmediato”.
La neblina que entró por mis fosas nasales se acompañaba ahora de bióxido de carbono, los camiones y sus cláxones y el agua de la fuente que me alcanzaba los pies me devolvieron. Al final todos somos agua confinada a la suciedad, a la claridad, a la condensación, a la solidificación, a la evaporización, a la cristalización.
Eso era: ¡Cristalizar la neblina significa cristalizar mi aura!

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