Tiempo

El tiempo es mi mejor amigo y mi peor enemigo. El tiempo ambiguo del esquizofrénico, el tiempo que fumas, el tiempo que soñamos, el tiempo viajado, el tiempo obsesivo felizmente vivido por un servidor y otros más; el tiempo otorga el valor… valor para hablar de comics, de ideas, de “absurdos delirantes”, de parodia, de cine, de intentos, de música, del fin del mundo, de playas vírgenes ochenteras suicidas. En fin, el tiempo es quien definirá este rollo que hoy mismo inicia e incita a la banda a que lo visite, lo juzgue, lo ame, lo odie o las dos cosas. La pertenencia digital me quitaba el sueño.

miércoles, 20 de junio de 2012

Alquimia


Al crear a este ser puse en ello todo mi optimismo, todas mis ganas, mi voluntad. Horas tras horas buscando la posibilidad de vida, de respiro; quedándome dormido infinidad de veces, entre pestañeos en ocasiones creía ver como movía un dedo de la mano, otro día me pareció no verlo reposando en su estática postura en aquella cama que hoy  yace vacía. Ese día imaginé el fin de mi arduo trabajo. Confieso que tuve pánico ¿En qué vaciaría, brindaría mis ganas, mi tan sonada voluntad?  Si de aquel  ser mis razones de concederle vida llevaban –llenaban- mi razón misma. Lo bueno es que todo fue parte de mi imaginación. Vendrían más días, noches y desvelos, opté por la auto-exclusión del mundo y sus seductoras cosas. Su silueta postrada en tranquilizador escenario, conveniente y cómodo, allí está, allí sigue me repetía a mis adentros. A su vez esa figura rígida me gritaba, me exigía terminarla, traerla. En diversos momentos le ignoré, le dejé (no a una deriva); siendo específicos ese cuerpo montando en la cama fue por largo tiempo un recordatorio de lo interminable, de la justificación más pura para dejar de ser en lo demás, o mejor dicho, ser en su creación inacabable. 
Los plazos no podrían ser interminables, incurro aquí en un sinsentido, la antítesis de la voluntad suele explicarlo así, tantas veces me lo explicó de esa forma. El mismo ser  inserto adentro de mí y no el postrado en la cama me empujaba a recolectar corazones, pulmones y cerebros; en esas fechas había caído en un acto involuntario –ciclado, ahora lo comprendo- de recolectar sólo ojos: de mujeres, niños, hombres, verdes, marrones, cafés… quería que mi ser viese en la óptica de otros. Necio de mí, a mi creación le empujaba en sus cuencas (en sus huecos) la artificial y única posibilidad de ver el mundo.  Fui tan inocente, tan estúpido.
En el hartazgo de los cortes y las cirugías, del desmejorar lo quizá mejorado, me cansé. Creo que en esos meses fue direccionado gran parte de mi ímpetu en el recoger los restos y desechos de lo que no terminaba de ser nada. Cubos llenos de torsos, brazos, piernas e intestinos, regocijándome en sus múltiples desusos. Esto me dio la señal para recurrir al registro, a la bitácora del saberme hacedor de algo. Mientras tanto el cuerpo allí inerte, sin vida y rodeado de tanta información que para ese momento ya me restaba la posibilidad de cómo empezar, de cómo organizar, y de tanto perdí  la guía de cómo reiniciar. Unos instantes más y –juro- hubiese desistido.
Si bien deseché la idea del mundo, depositaba en él gran parte de mi energía. No pude mantener oculto por mucho tiempo mi secreto, vociferé, de mis actos y de mi creación, hablé hasta el cansancio. Cansé. No tan sólo dejaron de creerme (si es que en algún momento lo hicieron), dejé de creer yo en el ser. Abandonado estuvo. Pero sus gritos y su peste tenían ya condenada mi habitación, mi espacio.
Desperté, el olor intolerable esparcido, algo claudicaba, se cerraría, y no por eso no habría más oportunidades de experimentar, sencillamente,  experimentar como tantas otras veces, como tantas otras cosas que han quedado otorgadas al olvido, al desencanto. Experimentar, palabra que me acompañó a la mesita junto al cuerpo, al ente, le contemplaba y recurría a la idea, a la palabra: experimentar, experiencia… y vino algo, ese algo que le faltaba a mi criatura, ese algo que busqué en las criptas, en las morgues, lo no hallado, lo que permitiera darle movilidad y vida a este pedazo de carne lleno de cicatrices. Yo quería que mi monstruo no fuese precisamente eso, y así llegó.
El sentimiento de culpa que me creaba el no poderle dar vida, de fracasar, había terminado por ser lo glorioso de mi experimento, su gloria se reducía a mi miedo, a negar su monstruosidad. La clave siempre estuvo enterrada en mí; la culpa entonces era un requisito necesario, permitiéndome entonces alcanzar mi propósito, la virtud de esta bestia, de este ser. Deseché entonces la experiencia de mi propia impotencia, y de esto obtuve un liquido que inyecté en sus venas, en los canales vacíos de mi criatura, lo que ahí corría fue mi culpa, el total de mis potencias propias.
El ser despertó, abrió los ojos, vivió, y yo, continúo viviendo a la par de los nuevos significados de mis culpas. Alquimia le bauticé.

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