Me consumiría en los parques y en los bosques de las ciudades,
haría de ellos mi hogar. Cuidaría que no se les violente y se les estropeé. Las
hojas secas de otoño siempre son una estupenda cama, allí tendría los mejores sueños de mi vida.
Entraría a los cafés internet y me haría cuentas de amigos muertos, el utilizar
nombres de personas que descansan en el cementerio sería una opción. De cierta
forma les daría vida, les fundamentaría dándoles continuidad a sus existencias.
Yo* –crearía- escribiría sus vidas, y la vez, me desharía de la mía.
Me pararía afuera de algunas de las Universidades, Facultades,
pensando en lo que pudo ser mi fin, y entraría en mí un miedo enorme al saberme
que de haber sido así, estaría condenado a una oficina, un escritorio o bajo el
mandato de un jefe desleal y deshumanizado. Mi cuerpo lo tendría en alquiler,
mientras mi espíritu se hallaría extraviado.
Comería en las afueras de los mercados, al costado de sus
fondas. Me permitiría ver el ir y venir de los comensales; me saborearía en el
guisado que les escurre por la boca. El dueño del local como en otras tantas ocasiones
se compadecería de mí y me daría tal vez una sobra de algún platillo.
Me enamoraría, esta vez no de un alguien o un algo, estaría
entregado y rendido al amor de mí
libertad, con la que ocasionalmente como en toda relación tendremos conflictos:
el riesgo mismo de existir sería uno de esos muchos inconvenientes.
Fotografiaría mentalmente las estructuras que se desbaratan
y todas aquellas que se levantan; vería –por horas- el correr del agua. Me
liberaría de la pena de las circunstancias, del arraigado pensar del desastre,
que en el resto vería tanto con el primer rayo del sol hasta la última luz que
se apaga, pobres, pensaría. Me definiría en dos leyes: mi sentido común y mi
libre albedrío. Jamás les contradiría o les traicionaría, el hacerlo sería no
ser. Sería el abandonarme.
“Nómada, loco, noctambulo y soñador. Un vagabundo, trono sin rey, templo
sin dios*…”
Robi Draco Rosa
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