… Como aquel día que no salió del baño por el grave temor a contraer alguna enfermedad, alguna bacteria que incubara en su cuerpo. Durante veinticinco minutos que estuvo allí, pensó en los miedos y la perfección que regularmente buscaba en sus creaciones; dar cuenta en el conjunto de ideas siempre lo llevó a la dispersión, ideas volátiles marcadas ahora en manías extrañas como el hecho de no poder tocar la perilla de esa puerta y salir. En la crítica incurría regularmente el Sr. Hughes, pero el proceso de la autocrítica fue lascivo; siempre se castigaba, muchas ocasiones llegó a auto sabotearse, como aquel día que había “perdido” los planos del doble motor de un mono plaza que él mismo volaría como el resto de aeronaves de su invención. Hubiese sido mejor no encontrarlos, cierta zona de Bel Air lo hubiera agradecido también.
Sus críticas y vergüenzas personales solía reflexionarlas en la tina del cuarto de baño, una hora y media sin salir de ésta, incurría en el temor de no estar lo suficientemente limpio. Sucio le decía su madre “un hombre sucio no es lo que quiero de mi hijo” esas palabras le acompañaron toda la vida. Nada era perfecto mientras él no diera el visto bueno, mientras el agrado no fuera al fin suyo. Equivocado e incompleto regularmente sentía estar. Un miedo permanente al fracaso se convirtió en su sombra, obvio está, trató –lo más posible- de no evidenciarlo (a). Las juntas interminables en los hangares o en los estudios de cine lo enfrentaban a esos miedos, a saberse más débil, vulnerable ante sus empleados, subordinados, los directivos, quién fuera; no toleraba crítica alguna, sin embargo el Sr. Hughes fue un insidioso juez, sus opiniones iban cargadas de hacer notorio el defecto quizá persistente en principio en su interior, digamos que la concepción de la satisfacción no fue lo suyo. De moral y ética flexible, claro está, no evidente en casos que le expusieran, en esos casos se volvía políticamente correcto, lo detestaba, mejor dicho, detestaba su actitud ante tales eventos. Fingir escuchar, conciliar, mientras por dentro pensaba “esa toma es innecesaria, no transmite en nada la experiencia del vuelo y mucho menos en plena guerra…”. Los contratos, las firmas siempre cedían, rodeado de las figuras más importantes del gobierno y de la meca del cine. Se comprometía en las sugerencias de cada uno, aunque al final los proyectos, los hacía propios, y lo mejor, frecuentemente fue triunfante. Esto lo llevó a la arrogancia, el motor de su defecto más arraigado, su egoísmo. Y en el paso de los años, las cosechas de triunfos fueron desinflando su sobrevaloración: malas decisiones, como obstinarse en los senos de esa actriz pensando que su grosor y perfecta geometría serían el éxito indiscutible de su nuevo film, fue un rotundo fracaso. La obstinación y su hija la idealización dieron tremendas sacudidas al Sr. Hughes en asuntos de mujeres, lo volvieron un eterno enamorado, un eterno vigilante y un paranoico inolvidable para cualquiera de aquellas mujeres que compartieron alcoba y afecto en su espacio.
Y ese temple, esa seguridad se redujo a botellas llenas de orina y palabras incontrolables que salían de su boca; era simbolismo idóneo del pensar una cosa y que saliese otra, ahí la crítica se volvía sumamente difícil, llevándolo a otro error de juicio, la preocupación perpetua. Él le llamaba el sufrimiento estancado.
Hércules fue el hidroavión de su redención, el parámetro de sus acciones. El vuelo irrealizable en el ego de diez hélices, veinte metros voló sobre el mar. La última de sus pasiones materializadas, el avión más grande - imposibilitado- surcando el aire, el mismo aire libre de su dominio y del que Hughes se obsesionó. Los cielos a diferencia de los hombres, no tienen un precio, el Sr. Hughes (de largas uñas) critica este –su más grande error- desde su tumba emancipada de una sola plaza.
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