Un hombre vaga en la carretera en indefinidas horas de –tiempo- noche, su silueta se logra distinguir por las luces de algunos automóviles que pasan muy cerca de él. Este hombre ha recorrido grandes trayectos de las carreteras del país. Algunos se han atrevido a decir que este mismo hombre es el resto de los hombres que recorren las pistas del mundo; aquellos mismos sujetos ajenos a un espacio que sólo correspondería a los automóviles, y sí, a la gente dentro de esos autos. Detallo esta información dado un evento curioso de mi vida, y digo de mi vida porque el caso es atemporal, al menos en el fenómeno que he presenciado, el que se reduce a ese hombre recorriendo las carreteras sin un rumbo fijo.
No soy de las personas que gusten justificar sus acciones o de darles explicaciones, y mucho menos dar cuenta de mis anécdotas. Es más, reservo la gran mayoría de cosas o situaciones que confabulan mi mundo personal en mi cabeza, no permito que nada salga de allí. El caso de hace unos días acabaría con estas reservas mías, y si bien no tengo prueba alguna que atestigüe lo que narraré a continuación, aquí mis palabras serán razón anecdótica sirviendo de aliento a otros que como yo pensamos que ese hombre y su caminata indefinida no es un hecho casual; verán que no hay arbitrariedad alguna en los pasos de ese hombre, y sí mucha intencionalidad y asociación. Al menos eso me hizo entender la semana pasada. Soy representante de un laboratorio farmacéutico de cierto renombre en el país, mi trabajo me exige viajar constantemente. En un año visito aproximadamente veinte estados de la República, algunos de esos viajes son muy extensos. Los mismos directivos de la empresa me han dejado la cartera abierta en todos los sentidos “Si necesitas trasladarte en avión, hazlo…” “Eres uno de nuestros mejores empleados, tenemos entera confianza en ti “. Viajar en avión lo hago con poca frecuencia, a menos claro, que la cita de trabajo demande estar en un punto geográfico muy lejano al punto donde me encuentro. El resto de mis viajes los hago en carretera; se me asignó un auto de la empresa, un modelo sencillo, reciente, del cual no tengo queja alguna, su asistencia al servicio lo hace un transporte óptimo y seguro. Viajo solo, mi maleta (en donde llevo mis pertenencias más útiles) y el portafolio de patentes farmacológicas de muestra son mis únicos acompañantes. No gasto más de los viáticos asignados: casetas, comidas, hospedaje, etc. No incurro en la invención de gastos innecesarios, ni utilizo esos recursos para gastos personales. El día lunes me encontraba en Ciudad Mendoza, Ver. Mi siguiente comisión era en la ciudad de Huamantla, Tlaxcala. Tenía que estar allí el martes a las cinco de la tarde en una clínica privada especializada en oncología. Ese martes por la mañana –aún en Ciudad Mendoza- tuve tiempo suficiente para desayunar en el restaurante del hotel y realizar algunas anotaciones de mi itinerario de esa semana. Pagué con la tarjeta mi estancia en el hotel; a los pocos minutos me encontraba manejando en la carretera montañosa de Orizaba-Puebla, escuchaba la radio. Llegaría al periférico poblano tomando la desviación hacia la caseta de Tlaxcala. En la llamada zona de las cumbres la señal de la radio comenzó a perderse, lo último que escuché del noticiero de medio día es que en la autopista del sol, en Guerrero, un grupo de estudiantes normalistas –rurales- se habían atrincherado demandando más recursos, “una de las bombas de gasolina estaba ardiendo…” de pronto la señal se perdió, se escuchaba únicamente el sonido de la interferencia. En ese momento rebasaba a un hombre que caminaba en la carretera, intente disminuir la velocidad para verle, no pude, traía un auto atrás; en el retrovisor vi alejándose una figura delgada, apenas con algunas prendas. Llevaba el torso cubierto por una cobija sucia, traía puesto un pantalón –gastado- y no estoy seguro si iba descalzo. De trote lento, lo perdí de vista mientras avanzaba. El resto del trayecto estuve muy inquieto, ese hombre. Ni cuenta había dado de que la radio se escuchaba otra vez, las noticias habían ya terminado su emisión, ahora se escuchaba a Gal Acosta; eran más de las seis, lo supe porque es la hora del Bossa Nova en esa estación. El hecho de que oscureciese tan temprano me regresó a mi ansiedad, a la imagen de ese hombre caminando en la carretera. No parecía que hubiese tenido un accidente, se notaba muy relajado. Pensé en lo más sensato -debía ser un vagabundo, un loco- quise pensarlo así hasta llegar a mi destino. Después de visitar la clínica me fui al hotel, cené ligero y me acosté. Al momento que me metía entre las cobijas volví a recordar a ese hombre, esa angustia llegó de nuevo, me entregué al pensamiento. Traté de recordar más detalles de su imagen; recordé que llevaba algo parecido a una pulsera, similar a los rosarios que dan en las iglesias. Era un tipo delgado, sucio del rostro, no viejo… No era posible, cómo podía recordar a detalle los rasgos de ese hombre que tanto malestar me causaba, apenas si lo había visto unos segundos. Cada pensamiento, cada imagen suya me llevaba a creer que yo conocía a ese hombre repugnante (en ese momento comenzaba a sentirlo de esa forma). Tan fue así que la pulsera me hizo acordarme inexplicablemente de mi madre, de un seis de enero en mi infancia. Recordé que estábamos en un café; mi madre se tomaba el cabello sintiendo el aire que corría, me paré de la silla y fui a una plaza. Ahí estaban unas figuras enormes de los reyes magos, me coloqué junto al elefante, fue cuando un hombre se acercó. Iba descalzo, sucio, me miró y me sonrió mostrando unos dientes rotos, otros –pocos- podridos. Me tomó de la mano y comenzó a clavarme las uñas –sucias- en la piel, vi como me salía sangre de la pequeña herida, vi esa pulsera de santos horrible, mientras él seguía apretando. Grité llorando, mi madre llegó corriendo, el hombre me soltó y se fue apresuradamente… Pero no es posible pensé, cómo podría ser el mismo hombre, además se veía de la misma edad. Tenía más de 23 años ese evento de mi vida. Me atormentaba, no podía olvidarme de ese hombre. Logre dormir, pensando en él.
Desayuné en el hotel, después hice una visita más a un laboratorio, al finalizar emprendí mi siguiente diligencia. Me dirigía a Querétaro, tenía que estar allí las 7 PM, me esperaban los directivos de un hospital privado. Gran parte del trayecto fui fumando, el pensamiento de aquel hombre hasta ese momento no me acosaba, fue algo muy extraño, actuaba como si nada del día anterior hubiese pasado. Desde que desperté no recordaba nada de esa angustia horrible, de ese recuerdo. La carretera estaba muy despejada. Una hora antes de llegar a Querétaro me llamó la atención un niño que se columpiaba en un columpio hechizo; unas riatas colgaban de una señal que indicaba el número de kilómetros restantes, el señalamiento estaba a la orilla de la carretera. Atrás del movimiento del niño se veía una casa de cartón, disminuí la velocidad. Un hombre salía de lo que se asemejaba una puerta, era el mismo hombre, estaba seguro. Me vio, sentí que me reconoció, aceleré, no paré hasta llegar a Querétaro.
La reunión fue un desastre, no logré vender ningún fármaco, mucho tuvo que ver mi ausencia. Me atrapó el miedo, venía en ese momento tan inoportuno la imagen de ese hombre. No pude responder ninguna de las preguntas de aquellos anestesiólogos y cirujanos al respecto de los productos. Al finalizar estrecharon mi mano por mera cortesía, mayor repulsión debieron haber sentido al tocar mi mano empapada en sudor, resultado del nerviosismo no del fracaso –el primero- de mi venta, sino de aquel hombre, y ahora ese niño en el columpio. Al finalizar la desastrosa reunión busqué un lugar para distraerme, olvidarme. Ese pensamiento, esas figuras continuaban atormentándome, y mis cuestionamientos sin respuesta lo agudizaban ¿Cómo había llegado tan rápido a ese punto? ¿Llegó caminando? ¿Quizás alguien lo trajo? ¿Pero quién lo levantaría? ¿Y ese niño? ¿Es su hijo? El niño, el niño me trasladó a otro momento de mi infancia. Cada vez que iniciaba un recuerdo tenía la sensación de que las cosas empezaban a tener sentido, y en efecto lo tenía, desgraciadamente lo hacía más inverosímil y tormentoso. Logré encontrar un café que cerraba tarde. Pedí un café y de inmediato me dejé llevar por mi nostalgia. Iba en el asiento trasero del Ford Galaxy 76 de mi abuelo, en ese auto viajamos muchas ocasiones, por él conocí muchas carreteras, muchos lugares. Pensé en la asociación de ese placer ahora en mi trabajo, daba un sorbo a mi café del que salía abundante humo. Al tragar el café vino la imagen de un niño en un columpio. Ese día paseábamos en el Galaxy del abuelo, pasamos por una de esas comunidades que tienen su escuela a un costado de la carretera. Un niño se columpiaba en un columpio al interior de la escuela, yo veía al niño fijamente mientras éste se columpiaba, parecía que también me veía. Mi abuelo frenó estrepitosamente, me asustó el grito de mi abuela quien iba de copiloto, el enfrenón nos sacudió, desvió mi vista del chico. Al reaccionar todos vimos a un hombre parado al frente del auto, mi abuelo lo vio antes –afortunadamente-, fue el motivo de que enfrenase repentinamente. El hombre caminó a la portezuela de la abuela (teníamos nuestras ventanas cerradas, fue un día muy frio) el hombre estiró su brazo y mostró la palma de su mano pidiendo caridad, tuvo una negativa contundente de mi abuela. Volteó a la parte trasera del auto, cuando me vio me sonrió, tenía esos horribles dientes. Tenía cuatro tazas vacías, no recordaba haberlas pedido, mucho menos haberlas bebido. Me desprendí, me alejé en mi recuerdo. Esa noche dormí –horriblemente- pensando en esa sonrisa. Al día siguiente regresaría a la central de los laboratorios en la Ciudad de México y después iría a mi casa. En la mañana, de la misma forma parecía no recordar nada de lo acontecido, mi discutible lucidez no me permitió ni siquiera recordar el fracaso de la reunión, daba por entendido (como en repetidas ocasiones) que las ventas fueron un éxito. Pero algo me preocupaba, no tenía que ver con el hombre y su malévola y asquerosa sonrisa, ni con el trabajo, parecía no tener que ver con nada, sin embargo allí estaba. Me subí al auto, fumé en demasía de nueva cuenta, me adentré en la carretera. Desde mi salida escuché un ruido raro en una de las llantas –ni eso me preocupó-. 10 KM adelante de la caseta de cobro México-Querétaro uno de los neumáticos explotó, inexplicablemente; el auto se me ladeó al carril contrario, tres autos me lograron esquivar hasta que -no sé cómo- pude volantear y regresar el auto al carril para –eternos- minutos después lograr frenar. No tenía ninguna herida, tampoco sentía ninguna contusión, estaba ileso. Bajé del auto, imaginando lo peor, que otro carro vendría atrás y me chocaría, no sé, que alguien más había resultado herido. Para mi asombro sólo estábamos mi auto y yo en esa carretera tan transitada en todo momento del día, olía el acero quemado del ring que se arrastro varios metros en la pista. Mi óptimo carro sacaba humo por el cofre. Avancé hasta donde suponía explotó la llanta; en verdad que no había nadie cerca, no pasaba ningún automóvil, ni tráiler, nada. Corría una brisa fría, se escuchaban los gases arrojados del cofre y los pastizales moviéndose a los lados de la pista. Comencé a sentir mucho miedo, preocupación. Imposible que no pasase algún vehículo, y aquellos sonidos de la vegetación. Escuché que alguien caminaba entre los pastos, cerca de mi auto. Corrí para alcanzarlo, vi una silueta desnuda salir de mi auto, fue muy rápido, estaba seguro que algo salió de mi auto. Frené mi paso y me acerqué lentamente. No había nadie, mis cosas seguían allí, intactas, mi maleta y mi portafolio de ventas. Las medicinas venían en la cajuela. Pasó por mi cabeza comenzar a correr en la carretera, huir, buscando ayuda. Recapacité, sería muy peligroso, no se veía ninguna casa, ninguna luz cercana, seguía sin pasar ningún auto. El carro dejó de hacer ruidos y soltar humo, no parecía que se fuese a incendiar o algo parecido. Al estar definitivamente solo (cinco horas después) y en esa oscuridad opté por meterme al auto, pasaría la noche adentro, sería más seguro. Mi única esperanza para ese momento es que amaneciera y pudiera buscar a alguien, o que alguien me encontrará. Me dormí pensando que lo que vi salir del auto pudiera regresar. Esa fría y larga noche soñé con ese hombre, le veía sentado junto a mí.
Por la mañana mientras despertaba en el asiento trasero con mis propiedades pegadas al pecho recordaba perfectamente todo: el hombre que había visto cuatro días antes caminando en la carretera, su relación en mi pasado, mi mamá, mis abuelos, el niño del columpio, el asunto vergonzoso de la junta, el choque. Salí del auto buscando ayuda, el sol quemaba, del cemento de la pista salía vapor, y ni rastro alguno de algún auto o persona, tan sólo se veía la larga pista recta que parecía no acabar en ninguno de sus sentidos, rodeada siempre de aquellos pastizales. Pasadas dos horas sin rastro de nadie y con ese miedo terrible que me embargaba de lo acontecido decidí comenzar a caminar por la carretera hasta encontrar a alguien…
Creo que han pasado meses, años, en verdad que no estoy seguro, he caminado mucho tiempo; es por eso que decidí escribir esta nota, justo atrás del contrato que no se logró en aquel hospital de Querétaro. Allí escribí esto que me pasó – o que me está pasando-, siempre es el mismo camino, y siempre creo recordar esto del escrito, mientras transitó esta carretera interminable. De mis cosas no queda nada, fui abandonando el resto del equipaje al verme perdido, sólo conservo mi maleta, un recuerdo. En el segundo día de mi trayecto imposible, después de haberme dormido en la carretera, abrí mi maleta, encontrando únicamente la ropa asquerosa de aquel hombre y su pulsera de santos. Mis cosas no estaban, sólo su ropa y la pulsera, es la ropa y pulsera que porto ahora. Mi otra ropa, mi otra piel, se quemó.
Espero encontrar a alguien, que alguien lo lea.
Espero encontrar a alguien, que alguien lo lea.
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