Iba recorriendo las salas vacías del supermercado, lucía más
pequeño, me sentía demasiado sobrado; reconocía cada zona, en donde maniquís,
juguetes y unas viejas escaleras eléctricas te llevaban a un segundo piso donde
no hay venta de discos, en donde me escondía entre las mesas de los productos,
en donde un niño murió cayendo por descuido. A pesar de esto algunas cajas
registradoras funcionaban; por un instante los pasillos se hacían enormes. Temí
desmayarme. Tarde pero desayuné ese día. Fue un ataque de pánico repentino, y
repentinamente me pude librar de él. Me fui hasta el pasillo de artículos de
limpieza bucal, sentía la garganta seca, necesitaba hidratarme. Destapé un refrescante bucal, me tomé casi la mitad. El ardor en la
garganta lo sentí hasta los ojos, pero me hizo volver casi entero. Me dirigí a
la salida, la mirada del vigilante pegada; sentir incomodidad sabiéndose no
deudor de nada, es de las angustias más letales, se padecen mayormente por no
encontrarles una razón. Bajando la calle, débil, me senté a esperar que algo
pasara. Realmente estaba mal.
Me dormité unos minutos no quise ver la hora, suficiente con
saberme mejor. Me levanté y caminé hasta el hombre que gritaba: “Ténganme
lástima”. Lo siento pero no tenía nada para el viejo si en él ya no hay nada.
Las cosas lucían desproporcionadas en un sentido natural del costumbrismo a la
miseria. Iba mejor. En las escaleras de mármol cruzando ya el pasillo comercial
recordé que mi mamá me contó que un hombre resbaló cerca de ella y mi papá
-parece ser que yo aún no había nacido- levantó al hombre descalabrado.
Terminaba de recordar cuando mi pie pisó una sustancia roja, un bote de pintura
se le había caído al pintor que estaba a
tres metros de mí, en el suelo yacía con la cabeza abierta y encima una
escalera. No pude emular a mi papá, me fui. Más vital. Caminé por la calle que
rodea al botánico desértico. Alguien me enseñó a verlo por una ventana, además,
me confesó que era uno de sus lugares favoritos de la ciudad. Me lo agencié en
mi lista de lugares favoritos, estas listas nunca deben dejar de ser escritas,
y por supuesto acompañadas con el recuerdo de la persona
con quien lo descubriste si el caso fuera así. Por suerte la banquita que tiene
la sombra del árbol estaba desocupa, me ocupé entonces en la sombra. Esperando el
nuevo suceso. Y vino.
No sé de dónde, podría jurar que salió de la parte baja de
la banca, sigo sin estar seguro. No tuve opción, la verdad no tuve ganas de
cuestionarme, sermonearme, le di la mano. La mitad de su cabello iluminado por
el sol, la otra mitad haciendo parecer que su sombra cobraba vida, su
movimiento continuaba invitándome. No noté nada fuera de lo normal, de lo que
normal es la anormalidad de querer tener el control sobre las circunstancias,
de la filosofía de cómo hacer para no entenderse, pararse. Me perdí, cuando di
cuenta íbamos en el taxi abrazados como si de una vida sin días se tratara. Le
dije al chofer que parara. Bajamos sin prisa, pero le advertí que algo nos
venía siguiendo, que lo había olvidado, que lo quise olvidar, sin embargo desde que nos levantamos de la banca sentí que alguien nos escuchaba, nos seguía. No es
nada dijo en el puente que tiene las plantas acuáticas, colillas de cigarros
también, al menos dejan ver tu reflejo;
le veía reflejada mientras me contaba que Quetzalcóatl estaba atrapado en el
cuerpo de un bebé, y que ese pequeño cuerpo ocupaba un espacio dentro de un
bloque de la Pirámide de la luna. Me tuvo atentísimo. Después le hablé de las
patrañas de los hombres, hablaba de mí en otros pero convencido de no quererlo
hacerlo con ella y por tanto no limitándome a contarle a qué podía enfrentarse,
hablábamos de un caso en particular (…). Me fui, vino Hemingway, le hablé de
sus cacerías, de la luna que entraba justo cuando me abalancé –y aquél se
suicidaba-, la besé como en otras ocasiones no lo hice. Creo que lo supo.
Bajamos las escaleras brillantes entre tanta oscuridad, fue la luna, sin
intención de querer ser romántica, fue una libre y hermosa acompañante de los
hechos. Nos daba pie. Y lo hice, avancé.
En un desenfrenado estado de sentirme, sentirnos más cerca, le dije que iríamos a un lugar en donde podríamos conocernos; el sentido
podría parecer parcialmente sexual, empero que quizá, aunque una premonición le
daba otros ecos: electrificando el deseo, la obstinación, la ternura libre de
duda, el quehacer de mover emociones que no respondieran a la ansiedad, emoción
que resulta ser la de mejor identificación de nuestros diversos planos: la
angustia te hace moverte a espacios recónditos de tu ser, desestima lo “bueno”
o lo “malo”, sólo incide en hacerte sentir en una acorralada idea (s) de vivir
nuevas emociones con repercusiones diversas. La angustia empuja en consecuente
a nuevas experiencias y aprendizajes volátiles. Ese panorama era circundante en
el sudor de mis manos, en la cercanía de su cuerpo al buscar un lugar en donde
pudiésemos colocarnos. La electricidad reinante fue el lugar elegido, en lo
alto, como si de la Torre de Babel se tratara, transgredir el cielo acompañado
con el excelso riesgo de quemarnos, electrocutarnos. El lugar, la colina en el
que habitan los gigantes que dan luz en sus venas, cables en los que fluye la
corriente, las pulsiones. Nos introducimos al pentagrama de cableados,
controlando desde las alturas el no ser descubiertos, exponiendo motivos entre trincheras.
Temió (bien le dije que alguien nos espiaba). Sin embargo no abortó la
intención, emprendió al riesgo. Decidimos bajar y tomar rumbo al sur, allá
vivía. Su mirada se centró en el piso, queriendo pasar desapercibida, su ritmo,
el latir de su corazón era visible en el labio de un rosa pálido que le saltaba
delicadamente (me emocionaba). Su casa fue el lugar, tomaba muy en serio el
acto de transgredir, me asumo como un adicto de las transgresiones, así que no
reparé aunque de testigos llena su casa estaba. Cerca del patio, en pasto
verde, caminaban sus amigos, gente que me conocía, en cambio su mirada ahora
estaba arriba, no había que ocultar. Di por sentado que algo sabían, de ello a
saber qué pensaban existía un gran abismo. Huir, me dijo la conciencia. Al
buscarle noté sólo el hilo de una sombra que se alejó, se incorporó a su
realidad. Hice lo propio, no le dije nada y me salí, choqué con gente que
seguía entrando a su hogar. Molesto en inicio, después muy expuesto al
análisis. Los taxis iban ocupados, por fin uno paró, subí.
-¿Adónde joven? –Dijo
el chofer.
- Adonde no me sienta joven señor –Respondí.
-Bien, eso es por acá.
Llegamos. El nombre de la calle era Despertar.