Mi inexactitud de tener las cartas –de respuestas- sobre el
piso, la dificultad de decidir de las dos seleccionadas cuál sería la conveniente.
Ambas me convenían, ambas no podían estar en el mismo sitio en el mismo
instante, son la cabeza o el total en permanente supervisión. Me giraba en la
cama, no conciliaba el sueño ¿Qué debo hacer? ¿Por qué no se va la sensación al
campo de las indecisiones? ¿Es el campo de las indecisiones el lote que no ya
no renta espacios, que es ahora tan ficticio como su uso? En las dos primeras horas de madrugada hice a
un lado la sabana, fui al muro de mis recordatorios y ahí escribí con lápiz Dixon
Métrico 1910-2 “No es tan fuerte el conflicto como fuerte debe ser la solución”.
Regresé, dormí y entré: Mi abuela me esperaba en la terminal de aquellos
recuerdos soñados. Tengo la certeza de que es la misma central, tan seguro como
la “tangibilidad” de los vagones y del número de la linea de autobuses en donde
atrás de un cristal aguarda la abuela fallecida hace más de 8 años a la espera de
su nieto para ir a no sé dónde. Salgo de casa, veo el reloj, queda una hora
cuarenta y cinco minutos para partir. Hasta en sueños me doy el irresponsable
lujo de saciar mis inquietudes, mis cándidas reafirmaciones en los momentos
menos adecuados. Giro en la tercera avenida. Me recibe mi amigo el cual
reparaba un mini-moto. Me pide que la aborde, quiere tener la seguridad de que
su arreglo está completo. Temo sin decírselo, no que sea una trampa,
desarticulo trampas y me quedo atrapadas en ellas por simple gusto, temo no poder conducirla. Mi cuerpo
está sobre la pequeña motocicleta roja, como si de una mujer pequeña y ronroneante
se tratara; le hablo al tanque de gasolina diciéndole que yo sé hacer esto que
no hay de qué preocuparse. Mis manos aprietan en el manubrio, aceleramos. Tengo
la entera confianza de que no me estamparé, de que no nos haremos daño. Y así es. Entre aceleradas
y frenadas logro avanzar, voy metiéndome entre los autos, olvido que alguien me
espera. Veo el reloj, falta una hora y me imagino a mi abuela volteando en
todas direcciones esperándome verme llegar. Regreso con la moto hasta donde mi
amigo se limpia las manos de restos de aceite, una sonrisa en su boca me dice
que está más que satisfecho con su trabajo. Bajo de la motocicleta y le digo
que está perfecta. Nos despedimos, quedamos para otro día y comienzo a correr
en dirección a la terminal. En el trayecto y deseoso de prolongar mi llegada me
detengo y toco el timbre de una casa de un muro color melón sin ventanas. La
chica dulce joven no adulta me recibe. Trae el pijama que ajusta sus caderas y
muslos, de las rodillas hacia abajo la prenda ha perdido ajuste, cuelga la tela
sobre los dedos de los pies que se asoman. Me invita a pasar. No tengo tiempo
(no lo he tenido, sólo lo he “organizado”) para reclamarle, tendría que
hacerlo, pero entonces en qué momento me acercaría a sus caderas, a la boca que
ahora sólo arrastra las palabras como una caña de pescar en donde yo he mordido el señuelo de su ropa interior que se asoma del resorte de su
pantalón. La maldigo y la deseo. La compañera de habitación interrumpe justo
cuando estaba a punto de convérsele que no era necesario que me comiese –ahora-
con sus reclamos. Me despido de ambas, mientras en un piso arriba la música Rap
se hace escuchar. Las rimas se hacen el estímulo de mis piernas bajando a toda
prisa las escaleras, tengo 15 min para llegar con mi abuela. Jalo el mango de
la puerta, tiene seguro, le grito, baja con las llaves, le digo que abra
rápido. Por fin estoy afuera. Avenidas desconocidas sin banquetas me llevan a
colocarme entre líneas que dividen los carriles, ningún taxi se detiene, diez
minutos me separan del compromiso. Suena mi alarma, despierto.
Son las diez de la mañana; decía un protagonista de una película
de ciencia ficción medianamente efectiva que vi por segunda vez en repetición
por TV: “En un día puedes hacer muchas cosas”, me retumba esa frase y me empuja
la culpa del tiempo desperdiciado. Es sábado no tengo responsabilidades
predeterminadas, así que la Mea Culpa aminora, aunque la frase retumba como la
preocupación de la noche anterior. La angustia es un bien común que
constantemente no se comprende y se le da marcha forzada, impulsiva del hacer
en el resolver sin resolver. Al final es presta a la revolución de los
pensamientos en la energía que acongoja la imposibilidad de la solución, pero
que inspira a toda idea que incluye los infinitos escenarios desastrosos. Ay este mundo que así nos instruye para
continuar ansiosos en proyectos –amontonados- que alguna vez habrán de hacerse.
La lucha se obstina a quedarse en el plano mental, viéndose en ventaja el
escenario lúgubre de nuestra necesidad del auto saboteo mucho antes de actuar. Es
la instrucción y el sistema de pertenencia existencial: preocuparte por la
preocupación que se hace imperio indestructible. Encuentro su talón de Aquiles en
la frase del protagonista de aquella película que ahora me sabe mejor. Desayuno
huevos, tres tortillas y un vaso con juego de uva.
Ese día visité a una amiga que para sobrellevar su personalidad obsesiva-compulsiva -me contó- había solicitado en un supermercado trabajo, dejando claro que no quería remuneración alguna por su labor, es más, que ella les determinaría cuáles serían sus horarios de jornada. La tomaron por loca, aún insistiendo de las ventajas que les traería tener a una persona como ella dentro de su empresa: “A ver señor, imagine, quién le cedería su tiempo -gratis- con tanta pasión y compromiso como yo para el acomodo de los pasillos de productos lácteos, de limpieza, el departamento de blancos, el departamento de juguetería, carnes frías, salchichonería, telas, Juniors, enlatados por mencionarle algunos. Haré un acomodo inimaginable para cualquier experto de mercado, en donde la distribución y organización de sus productos harán que sus clientes queden estupefactos, impregnados no tan sólo de la necesidad del producto, de eso ya se hacen cargo sus comerciales y el indiscutible efecto mediático (igual si me permite, encuentro algunas ambigüedades. Le comentaría de éstas en el caso de que me acepte). Mi tarea es propiciar, crear un mundo maravilloso de orden en donde sus insaciables e incontables clientes… podemos hacer estratégicamente un listado de consumidores sustentando en el género, la edad, el nivel de estudios de sus clientes. Sí, lo sé, me dirá que tales manuales y estudios ya existen. Pero señor no como los míos, se lo aseguro. Colores, formas, olores, productos ordenados en orden alfabético según sean las letras, verbos, palabras regulares de nuestro idioma y de los distintos argots. Cremas y pastas delantales que podrían vincularse con estudios meteorológicos, del clima en donde conoceríamos el humor de nuestros clientes en tres semanas antes de que ellos mismos los experimenten; quiero decirle que hay productos de aseo bucal que se asocian con las estaciones del año, solemos sonreír más en verano y en invierno, sí, hay un porcentaje de melancólicos en dicha estación sin embargo también se abarrotan millones de sonrisas en los aparadores que ven en el maniquí y en la sonrisa blanca, perfecta de la modelo de las marcas de pastas dentales más prestigiosas del mundo, la felicidad. A ver ¿Sabe usted cuándo se consume el mayor número de carnes blancas y rojas? ¿Conoce las ventajas que nos dan los pseudo-vegetarianos que buscan en su productos la reivindicación del desmedido descontrol de sus propias carnes? Una más, los tintes de cabello, uff, señor ahí tenemos la gloria de saber cuántas veces nuestros clientes no quieren ser ellos mismos por la simple teoría y psicología del color. Rubias expectantes pero seguras, apiñonadas de libido sobrio aunque flexibles en su sexualidad. Pelirrojas determinantes en el rizo ondeante de su ondulado ser. Como verá puedo hacer de ustedes la tienda de supermercados número uno, y gratis señor. ¿Qué le parece? “
El hombre del departamento de Recursos Humanos le vio incrédulo mientras pegaba compulsivamente con el dedo indice el plástico de un costado del tablero de su computadora. Tomó aire y articuló un claro “Haga el favor de irse”.
Después vendría una antología de insultos que mi amiga tuvo para el responsable de Recursos Humanos de aquella tienda. Le dije que no se lo tomara tan apecho, que desgraciadamente hay personas que no pueden ver más allá de sus títulos y cursos que engalanan el muro tras sus espaldas. Quiso seguir contándome de sus métodos infalibles de acomodos y mercado, le di veinte minutos. Nos despedimos con un beso y me encaminé a la tienda más cercana a comprar tres tubos de pasta dental.
El hombre del departamento de Recursos Humanos le vio incrédulo mientras pegaba compulsivamente con el dedo indice el plástico de un costado del tablero de su computadora. Tomó aire y articuló un claro “Haga el favor de irse”.
Después vendría una antología de insultos que mi amiga tuvo para el responsable de Recursos Humanos de aquella tienda. Le dije que no se lo tomara tan apecho, que desgraciadamente hay personas que no pueden ver más allá de sus títulos y cursos que engalanan el muro tras sus espaldas. Quiso seguir contándome de sus métodos infalibles de acomodos y mercado, le di veinte minutos. Nos despedimos con un beso y me encaminé a la tienda más cercana a comprar tres tubos de pasta dental.