En aquel, este momento en el que me encuentro parado en la cima de mi comunidad, que es mi vida allá abajo. Estoy en tangente, soy vulnerable a mi propia crítica, me avergüenza pensar que muchas veces supe claramente de todos mis allanamientos, de mis violaciones, de mis injurias personales; si de citar una de muchas justificaciones -que ahora ni en conjunto se hacen una sola- podría haber dicho, dije allá abajo cosas como: “qué importa matar, qué importa esperar, qué importa escucharme”. El viento comienza a hablarme, me solicita que observe antes de bajar la vereda y alejarme: “Tienes que ver, despedirte, entender” no es solicitud, es demanda. Ahí parado me quedo mirando fijamente a los niveles de mi minúsculo e inmenso mundo, mi reino fracturado, agotado y en consecuencia muy gastado.
Lo primero es la casa enorme, el fantasmagórico de sus cimientos que me hizo repelerle con mi espectral imaginación, le saqué partida y le gané el paso. Mientras más fuertes eran sus golpeteos mayor fue mi solvencia de meterme en mis pensamientos, no tuvo posibilidad de presentarme una abstracción, ya tenía un amigo imaginario antes de que lo intentara. Amigo de historias, de preguntas con respuestas –siempre a conveniencia- incluida (s), amigo sin límites y restricciones. El amigo que sobrelleva en varías líneas y causas, el que me permitió reconocer una libertad no ajena de rencores, de envidias disfrazadas en causa de poder y control, maestro de sombras fuiste tú. Como olvidar cuando subimos el vestido y entre piernas hallamos el delirio, allá en aquella casa que todavía arde, fuego de motivos no redentores. Desde acá es imposible apagarlo, le solicité al viento que lo hiciera, este viento se niega a escuchar sólo habla, direcciona. “Contempla” dijo en forma de ráfaga fría a mis ojos y la casa ardía sin posibilidad de jamás apagarse. Cerca de la casa en fuego estaban los espacios de los otros, sus calles que defendí con revolvers de plástico, de balas expansivas de persuasión; prometiendo a la gente de aquellos lugares imaginerías que creyeron al pie de la letra, que yo me creí; cómo evitarlo si mis logros punteaban en la conquista de haber trepado una barda –de grandes piedras que ahora lucen como gravas- y del escape de un puñado de hermanos salvajes mientras les veía seguir trepado en lo alto de un árbol.
Los árboles se ven tan esplendorosos entre todo el pueblo, siempre sabios, viendo el pasar del tiempo, testigos de nuestras guerras, de nuestras celebraciones ¿Por qué ahora lo reflexiono? ¿Por qué no les di cabida? El viento corre sin susurrar nada, me queda al menos la esperanza de que aquí sigue, del que me cimbra en el hecho de seguir viendo ese lugar tan familiar conjugado en lo ajeno.
Veía ahora el edificio de mí adolecer, en donde la figuración es muestra de una personalidad inacabada, en construcción. Veo mi control atroz, está bien, no tanto, me jacto de tener en ese momento -y ahora- un corazón benevolente pero forrado en dientes y de mucho juicio estridente. Aquellas épocas. Me atrevía a pensarle en algunas tantas ocasiones como mi Valhala, mi paraíso –ahora lo pienso- instintivo, de hormona. Qué determinación aquella entre el piso 1 y 3, en el segundo, en los segundos de gloria, ahora a cuenta gota caen en mi cabeza tratando de enclavar un algo, un sentido que va más allá de mis llaneras reflexiones… busco mi espada en el horizonte y sólo hallo una funda vacía. La mano me tiembla, quiero bajar corriendo y no irme, y el viento habla otra vez: “Enfrenta, sin armas, sin ventajas de arena”. Prosigo entonces en la contemplación.
Y ahora veo el éxtasis, la razón de mi confianza se convierte en confianza de otros. En el río y su correr de tantas vidas, pasando algunas lentamente, otras tan caprichosa y fugazmente, siempre dejando un algo; muchos secretos equiparan mi condición de ser viajero, de usar sus cuerpos como trajes de buzo, otras tantas también lo hicieron ellos: complicidad silenciosa. Me corté, me rebané tantas ocasionales veces, degollado y degollados fuimos y como si de hidras tratásemos nos creció de nuevo la extremidad. Qué bueno saberles personas, que bueno encontrarles, motivos tuvimos y direcciones –distintas- emprendimos.
El molino de agua: lugar de tiempo completo reconfortante, protector, de su sonido del agua recogida y vuelta a caer, hipnotizado en su –único- vaivén. ¿Cuánto tiempo pasé en contemplación? Imposible saberlo; de vez en cuando bebía de su agua y más fascinado me encontraba, me embriagaba de sirenas hechas liquido, en elevación de confianza. No les resto sus magnificas propiedades, me dieron carácter, temple, pero no consideré los relojes de arena que me insinuaban que el tiempo pasaba. Dormitaba no en laureles, sino en fincas de ellos.
Y el último repaso fue el camino ese a lo lejos, el adoquinado, libre de edificios, de distractores, o de contemplaciones pasajeras. El camino que lleva algún lado, ese que viene o va pero que el final resolverá, de motivos distintos pero que mueve, que da un lugar. Hoy mismo le caminé y me trajo hasta aquí. Le había visto, me lo llegaron a describir, me decían también que tenía que vivirle, se volvía inenarrable a menos hasta que lo andará. No puedo decir que lo comprendo en totalidad, no sé ni a dónde me dirijo, nunca había estado en lo alto de la montaña, no pensé en realidad hacerlo. El viento deja de soplar, el deseo de contemplación se anula, doy vuelta. Del otro lado de la montaña una niebla no deja ver en lo absoluto, tendré que bajar a ese nuevo lugar aminorando el miedo más no extinguiéndolo, descubrirlo.
Me acompañaran únicamente dos efectos: mis errores y mi experiencia.
“He entrado en un nuevo reino, en el reino de las “formas” vivas, no de las “cosas” vivas. Ya no vivo en la realidad inmediata de las cosas sino en el ritmo de las formas espaciales, en la armonía y contraste de los colores, en el equilibrio de luz y de sombras.”
Ernst Cassirer