Y en un elevador se quedó atorado, con su móvil de conexión ilimitada, allí estuvo por horas, horas que interpretó en días. Sentía estar en un ataúd, sentía estar en un cohete, sentía estar en el útero. Pensó que eso de quedarse en el elevador atrapado sólo pasaba en las películas, o en todo caso en situaciones límite en las cuales era impensable que él estuviese. Jamás imaginó que esa tarde al salir del despacho en el piso 20 el elevador se detendría indefinidamente en el piso 15; dos pisos antes se bajó una atractiva mujer de escote –sugerentemente- prolongado, recordaba. El tiempo se derretía, el hambre y la sed lo pusieron colérico, arremetió en repetidas ocasiones contra los técnicos encargados del mantenimiento, y también contra la gente y su irresponsabilidad. Tuvo tiempo de pensar en él, en las cosas, y en lo-que- ©sería. El saco azul mate que tanto le gustaba ahora estaba tirado en el piso, entre el polvo. Las partículas de los cuerpos celestes se decía rondan aquí, en el polvo, tonterías, recapacitó, no son más que partículas de heces fecales, mierda, de perros y humanos. Se asqueó más por las últimas. No hay peor mierda que la generada por los hombres, en cualquier sentido y estado.
En las primeros veinte minutos cupo en él la prudencia, como cualquier individuo civilizado espero esos veinte minutos, en sí ahora que lo piensa considera que se excedió en prudencia y espera, siempre lo había hecho ¿Qué no significa ser eso civilizado? Se cuestionó. Al detalle, pasado esos veinte minutos puchó el botón de emergencia, alguien vendría, tenían que sacarle, se decía –al final es su responsabilidad, todos las tienen, es su deber, obligación sacarme de aquí-. Siempre tan elocuente, siempre esperando de los demás; qué descaro se volvió a decir mientras se quitaba la camisa de $ 1375.00 apenas comprada la semana pasada, en 12 meses sin intereses, la prenda se convertía ahora en un objeto que lo asfixiaba, de la gala a la asfixia, qué desgracia se repetía. Nadie llegó, nadie lo sacó, y el pinche saco jodido hecho bola ahora fungía de asiento… -Cierto, el móvil, pendejo de mí-. Regularmente se pendejeaba y minimizaba. Pero pobre de aquel que lo hiciese fuera de su jurisdicción, es decir fuera de su juicio, de su auto crítica. Allí mismo reflexionó al respecto del poder las palabras, se acordó de un tal Lacan, de cómo las palabras tienen una intención y a la larga una solidificación, así que, si él se pensaba pendejo, pendejo sería, sus acciones se connotarían en puras pendejadas. Retomaba, ¿Qué chingadas madres ando pensado? ¿Cuánto tiempo ha pasado? ah sí el teléfono, ¿otra vez? – se cuestionó, se preguntó como metralleta. El calor, la sed y el hambre eran insoportables. De las bondades del teléfono se olvidó por tercera, ¿cuarta vez? … ¡Chingo a mi madre!, ¿Pues no que ilimitada? Malditas telefónicas, malditos emporios, malditos empleados que no me sacan de aquí –jaló aire estrepitosamente después de gritar, después del desahogo.
¿Desahogo? ¿Catarsis?, vino de nueva cuenta el tal Lacan, y al menos en su pensar, ajá, el del tal Lacan, consideró otra vez aquello de las palabras, de la palabra al deseo, y luego recaer en la acción, el hecho. Llegó a esto:
“Si pienso pues que alguien vendrá a sacarme de aquí hay una, bueno millonésimas posibilidades de que en efecto, alguien venga y me saque de este aprieto, encierro. Porque según ese señor las palabras se solidifican, y eso también de que los pensamientos construyen los universos…”
¡Qué mierda!, esos pinches libros que deja su mujer en el baño, no sabía por qué se había tomado la molestia de leerlos. Y en su infinita desgraciada, ajá, la del encierro que hasta ese momento se había convertido en la madre de todas sus desgracias le venían las palabras, frases e ideas de esos locos. No necesitaba recordar un montón de libros –y sus contenidos- encima de la caja de la taza de su baño. Necesitaba entereza, cordura. Pasó al plan B, salir de aquel lugar por sí mismo.
Tendría que hacerlo como en las películas pensó. Sin embargo carecía de agilidad, destreza. Vino otra vez el recuerdo de la esposa, le imaginó sirviendo la cena, preguntándole siempre con esa hermosa sonrisa, que cómo había estado su día, y si el día había sido en resumen desastroso ella siempre encontraba la palabra –siempre las palabras- para aminorar la penas, y de alguna forma lograba mandarlo a la cama con la entera idea que el mundo, su particular mundo se transformaría en otra cosa en el instante de que los primeros rayos del día entraran por su ventana. En un instante y sin entender cómo, yacía trepado en la parte alta del elevador empujando con su hombro un acceso que lo llevaría a la libertad. La luz entraba. La luz artificial que alumbraba el cablerío sosteniendo el armazonte, el rectángulo en el que apenas hace unos instantes lo tenía prisionero.
¡Caray! esto dejaba de ser un guión para convertirse –solidificarse- en una acción; parado sobre el elevador miraba hacia arriba, decidido a subir. Observó sus manos de las cuales tantas veces se jactó, manos que petulantemente presumió como creadoras, proveedoras, manos que sometieron y abofetearon a seres queridos. Vino la imagen de un rostro, y unas palabras que le decían “tú puedes amor, siempre has podido”. Entre llantos comenzó a trepar, el vaivén que provocaba su cuerpo al ir trepando lo desmoralizó, se aterrorizó. El teléfono comenzó a timbrar, la señal ya no era interrumpida, desgraciadamente el responderlo le exigía soltar una de sus manos del cable del cual se sostenía y trepaba, el responder era sinónimo eminente de caer; en ese instante con las manos cortadas y ensangrentadas por el acero aprendió algo, a desprenderse. El celular dejó de timbrar. Subió, subió sin darse instante alguno de mirar abajo.
Casi llegando al piso 20 logró ver un haz de luz, alguien forzaba las puertas del elevador. Alguien gritó “Está usted bien señor…”, el sudor de la frente le corría hasta su boca, un sabor salado tragó. Una mano se estiraba para alcanzarlo, su último aliento de fuerza le permitió prenderse de aquella mano. Dos hombres lo jalaron sacándole. Fueron cinco minutos tirados en el suelo los que requirió para después levantarse, en ese instante era observado por sus rescatistas (los chicos de mantenimiento) y un grupo de compañeros del despacho, le miraban asombrados, un silencio los encapsuló. Gracias, muchas gracias les dijo, uno de los jóvenes de mantenimiento le preguntó que si llamaba a los paramédicos, a la ambulancia, él solo negó con la cabeza. Se abrió paso entre los rostros estupefactos, se paró al costado de un garrafón de agua, tomó muchos conitos llenos de agua, las personas le seguían viendo en espectacular asombro, el silencio cayó de nuevo. Después se dirigió a las escaleras y comenzó a bajar. Al llegar al sótano metió su mano buscando las llaves de su auto, en la búsqueda de éstas topó con el celular, lo sacó, observó de quién era la llamada, de inmediato lo arrojó al suelo, subió a su auto acelerando sin rumbo definido.
Parecía una noche especial, la luna, seguía en su lugar, el universo seguía en su lugar, una sonrisa espontanea invadió su labios. Dio vuelta en U, aparcó afuera de una florería. Recordó que las florerías siempre están abiertas, en otro momento pensó y refirió cáusticamente “Claro, las florerías siempre están abiertas, a toda hora hay muertos” esa noche pensó algo distinto mientras pagaba con billetes machados de sangre al encargado de aquel local. El florista nervioso recibía los billetes, no es común que un hombre en camiseta y con las manos ensangrentadas comprase una docena de gerberas a esa hora, vamos, ni en cualquier hora del día.
¿Qué tal tu día? ¿Estás bien? –Preguntó en suma preocupación aquella mujer que les esperaba sentada en la sala; logró verle, de inmediato se incorporó alarmada. Él le dijo que no se preocupara, a continuación le entregó el ramillete de gerberas y le dijo: “fue de lo mejor, y fue el mejor ¿porque sabes?, nunca dejaste de estar allí. Le abrazó y le besó como aquella primera vez, como esa primera vez que supo que esa mujer había traído luz a su vida.
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