La ubicación es aquella cueva, allí está un cuerpo en avanzado estado de putrefacción. Los radios de las patrullas vocean la ubicación. La búsqueda finalizó. Esa madre reportera reconocida de la TV tendrá un cuerpo que enterrar; siempre negó los vicios de su hijo. No conozco ninguna madre –verdadera- delatora de los imperfectos de sus hijos, este incidente no iba a ser la diferencia. Un detalle -de varios- no mencionado de aquel acallado hallazgo fue el reporte convertido en tiras reciclables, por recomendación de la televisora, y a la que sin reparo alguno obedecieron las autoridades. Nada de drogas y de ninguna forma referir los cisticercos hallados en la masa encefálica, fue la orden.
Tuve la oportunidad de leer aquel desaparecido reporte, el oficial Santos depositó una copia en el buzón de mi casa. Mi hogar estaba apenas unos metros de la cueva; los colonos y mi familia sabíamos del extraño habitante de ese húmedo lugar, eso sí, desconocíamos de su relación con la famosa reportera. El joven siempre vestía un suéter amarillo ocre y unos pantalones de lino gris. Durante el día parecía montar guardia a la entrada de la caverna -saludaba amablemente a quien pasará cerca-, en las noches se veía proveniente de la cueva una resplandeciente luz de lo que imaginábamos la luz de unas velas. Proyectaban su silueta en desproporcionadas formas en la acera de mi casa. La señora de la papelería dijo que fueron repetidas las vendimias realizadas al harapiento joven “nomás compraba paquetes de hojas tamaño carta, el ciento a veces, y lapiceros” “me daba curiosidad saber para qué las ocupaba, pero me daba pena preguntarle…”. El reporte decía esto:
“El viernes primero de agosto del año en turno siendo las 17:39 PM y en compañía de mi compañero de ronda nos dispusimos a la búsqueda de un joven que respondía a las siguientes características: edad aproximada veinticuatro años, tez blanca, delgado, cabello lacio, estatura media. Se halló el cuerpo en avanzado estado de descomposición dentro de una cueva. El fallecimiento responde a la intoxicación de un enervante. El cuerpo no presenta señales de violencia, aunque es relevante mencionar que el cráneo del susodicho presenta una laceración-traumatismo en el lado izquierdo en cuya comisura se hallaron varios gusanos, larvas blancas y babosas. El olor despedido era insoportable, hasta el forense vio con desagrado el descompuesto cuerpo. No se permitió la entrada a reporteros y el cuerpo se sacó de la cueva con fuertes medidas de seguridad. No se dio nombre ni dato alguno. En la cueva se encontraron latas de resistol, cajetillas vacías de cigarros, bachas de marihuana, dos pantalones, una chamarra, velas, latas de atún vacías y una botella con un líquido espeso y verdoso. Nadie tomó importancia de los cientos de hojas en el suelo de tierra y lodo, ni de los lapiceros sin tinta que se encontraban junto a la botella. Recogí las hojas legibles, las más próximas, -las que se pudo- tres únicamente… Estaban cubiertas de lodo y tierra; las guarde en las bolsas de mi uniforme. Se las leí a mi compañero en la patrulla cuando nos alejábamos.”
Sí, no decía más. La conservo, razones personales. Ese mismo día que la encontré mi hogar y mi familia no fueron lo mismo. Se borraron, los desplazaron. Después de leer ese reporte lo introduje a mi bolsillo, en ese instante, sentí, terminaba una parte de mi vida. Abrí la puerta de mi casa, mi madre servía apresurada la mesa, al mismo tiempo lavaba los platos, daba de comer a las mascotas. Sobró tiempo para un beso y sus únicos recibimientos. Mi hermana y hermano se veían al fondo en una recamara. Mi sobrina se acercó para saludarme, era su naturaleza, sin embargo no recibí un beso y un abrazo, sino un buenas tardes, me alegra que llegarás. Dijo una voz segura, desenvuelta, consejera, grave, la voz tu conciencia. Es la voz de un adulto, y viene de una niña de cuatro años. Mi mamá continuaba en su tarea de dejar la mesa lista para recibir invitados inesperados. Abre la puerta me dijo mamá, mi sobrina mencionó que no era lo correcto, –me asustaba cada vez que hablaba- mis hermanas estampas al fondo. Al abrir un hombre barbado y de pelo lacio corto flanqueaba a su esposa y dos hijos que reconocía de un mal rato sin nunca haberlo tenido. No conocía a ninguno. Entraron al instante que quité la mano de la perilla; mi mamá les saludo atentamente, tan atentamente que no disimulaba el miedo causado por aquella familia. Sirvieron a sentarse. Mis hermanos absortos tejidos a los muros, atrincherados. Los miraban. El número de sillas fue exacto al número de integrantes de la invasora familia. Los platos en correcto orden que se transformará en desorden. Lucían las posiciones correctas de una fotografía familiar. Mi madre les servía. Comenzaba a arrinconarme en compañía de mi sobrina a la pared, sentíamos rechazo y temor. –Tenemos que hablar- en voz baja dijo mi sobrina. -Esta familia es el sustito, nuestro exilio. Su intención es ocupar nuestro espacio, ser el borrador de nosotros, lo que somos. – Me atemorizó la gran voz del infantil cuerpo, lo dicho, me congeló. A pesar de mi entendimiento desdichado, le escuché y le pedí que continuara. Me habló, –en voz baja- contaba cosas que quisiera recordar, pues seguro mejorarían mi vida empezando por echar a esos desconocidos. Terminaron de comer y pasaron a la sala, uno de los jóvenes, el hombre de cuello de tortuga negro abría los cajones sacando cosas, pertenecías que siempre estuvieron allí. El control remoto es de ellos, sentí sensaciones extrañas como esa. Los sillones, las paredes, las lámparas, el tapete; el aire les pertenecía. Experimenté dolorosos y absurdos desprendimientos. Mi sobrina –y su voz- nos alejó a mi madre y a mí, llevándonos hacia mis hermanos. Mudos. Tristemente nuestros cuerpos se hundieron en sí mismos habitando una nada con ventanas de una nueva idea que robaba lo contado, lo nuestro. Sin tiempo, situaciones vagaban sin control. Fui –fuimos- testigos de otro banquete, atestado de sus amigos y familiares, entre más aparecían más nos extinguíamos. Del otro lado, vivíamos en un lugar, metros de distancia nos separaban de lo vivido. Teníamos qué comer. El hombre de barba abrió una panadería. La sobrina y su triciclo corrían en círculo alrededor mío. Me seguía dando pauta a lo corregible, al pesar. El hambre es prioridad; entré a la panadería, el hombre de barba se encontraba atrás del mostrador. Al verme entrar me pide que pase a un patio. El piso de tierra, yerbas y el pan cubierto con un hule, colocado en charolas oxidadas sobrepuestas en unos palos viejos. Escoge dijo. Una tenaza aparecía en mi mano. Retiré el plástico. Unas ratas de pelos gruesos y negruzcos comían y peleaban un pan dulce. Había –habíamos- terminado.
El policía terminaba de leerle a su compañero las hojas con manchas de lodo, las mismas que encontró en la cueva, propiedad del hijo muerto de la reportera. Impetuosamente le pide a su compañero que paré la marcha de la patrulla. Escucha esto le dijo Santos estupefacto: "Recogí las hojas legibles, las más próximas, -las que se pudo- tres únicamente… Estaban cubiertas de lodo y tierra; las guardé en las bolsas de mi uniforme. Se las leí a mi compañero en la patrulla cuando nos alejábamos.” El oficial que escuchaba no entendió la situación, después pensó que se trataba de una broma. Santos le leyó el resto de la primera cuartilla. Describía a la perfección el día y la hora que encontraron al joven muerto, los gusanos saliéndole de la cabeza, a detalle, la descripción de muchos eventos vividos ese día, ese instante. Sus vidas ya escritas. En Santos fue aún más sorprendente, angustiante: la descripción de sus pensamientos, sus sensaciones, sus movimientos, sus palabras. Ambos experimentaron estar en todas partes y estar en ningún lugar, en la predisposición y el hecho, como sí de uno se tratase. Muchos eventos no encajaban, en realidad la totalidad de lo escrito jamás había existido. Ni el muchacho, ni el reporte en el buzón de aquellas raras y delirantes familias, de las cuales sus extravagantes y horribles andanzas comenzaban a sentir los oficiales como suyas. Santos sumamente afectado rompió lo escrito y lo echó por la ventana de la patrulla acto seguido le dice a su compañero que encienda la patrulla y acelere, perdiéndose, alejándose entre el polvo de un extenso terreno inhabitado, abundante en basura e infestado de ratas. En las alturas la cueva.
Tuve la oportunidad de leer aquel desaparecido reporte, el oficial Santos depositó una copia en el buzón de mi casa. Mi hogar estaba apenas unos metros de la cueva; los colonos y mi familia sabíamos del extraño habitante de ese húmedo lugar, eso sí, desconocíamos de su relación con la famosa reportera. El joven siempre vestía un suéter amarillo ocre y unos pantalones de lino gris. Durante el día parecía montar guardia a la entrada de la caverna -saludaba amablemente a quien pasará cerca-, en las noches se veía proveniente de la cueva una resplandeciente luz de lo que imaginábamos la luz de unas velas. Proyectaban su silueta en desproporcionadas formas en la acera de mi casa. La señora de la papelería dijo que fueron repetidas las vendimias realizadas al harapiento joven “nomás compraba paquetes de hojas tamaño carta, el ciento a veces, y lapiceros” “me daba curiosidad saber para qué las ocupaba, pero me daba pena preguntarle…”. El reporte decía esto:
“El viernes primero de agosto del año en turno siendo las 17:39 PM y en compañía de mi compañero de ronda nos dispusimos a la búsqueda de un joven que respondía a las siguientes características: edad aproximada veinticuatro años, tez blanca, delgado, cabello lacio, estatura media. Se halló el cuerpo en avanzado estado de descomposición dentro de una cueva. El fallecimiento responde a la intoxicación de un enervante. El cuerpo no presenta señales de violencia, aunque es relevante mencionar que el cráneo del susodicho presenta una laceración-traumatismo en el lado izquierdo en cuya comisura se hallaron varios gusanos, larvas blancas y babosas. El olor despedido era insoportable, hasta el forense vio con desagrado el descompuesto cuerpo. No se permitió la entrada a reporteros y el cuerpo se sacó de la cueva con fuertes medidas de seguridad. No se dio nombre ni dato alguno. En la cueva se encontraron latas de resistol, cajetillas vacías de cigarros, bachas de marihuana, dos pantalones, una chamarra, velas, latas de atún vacías y una botella con un líquido espeso y verdoso. Nadie tomó importancia de los cientos de hojas en el suelo de tierra y lodo, ni de los lapiceros sin tinta que se encontraban junto a la botella. Recogí las hojas legibles, las más próximas, -las que se pudo- tres únicamente… Estaban cubiertas de lodo y tierra; las guarde en las bolsas de mi uniforme. Se las leí a mi compañero en la patrulla cuando nos alejábamos.”
Sí, no decía más. La conservo, razones personales. Ese mismo día que la encontré mi hogar y mi familia no fueron lo mismo. Se borraron, los desplazaron. Después de leer ese reporte lo introduje a mi bolsillo, en ese instante, sentí, terminaba una parte de mi vida. Abrí la puerta de mi casa, mi madre servía apresurada la mesa, al mismo tiempo lavaba los platos, daba de comer a las mascotas. Sobró tiempo para un beso y sus únicos recibimientos. Mi hermana y hermano se veían al fondo en una recamara. Mi sobrina se acercó para saludarme, era su naturaleza, sin embargo no recibí un beso y un abrazo, sino un buenas tardes, me alegra que llegarás. Dijo una voz segura, desenvuelta, consejera, grave, la voz tu conciencia. Es la voz de un adulto, y viene de una niña de cuatro años. Mi mamá continuaba en su tarea de dejar la mesa lista para recibir invitados inesperados. Abre la puerta me dijo mamá, mi sobrina mencionó que no era lo correcto, –me asustaba cada vez que hablaba- mis hermanas estampas al fondo. Al abrir un hombre barbado y de pelo lacio corto flanqueaba a su esposa y dos hijos que reconocía de un mal rato sin nunca haberlo tenido. No conocía a ninguno. Entraron al instante que quité la mano de la perilla; mi mamá les saludo atentamente, tan atentamente que no disimulaba el miedo causado por aquella familia. Sirvieron a sentarse. Mis hermanos absortos tejidos a los muros, atrincherados. Los miraban. El número de sillas fue exacto al número de integrantes de la invasora familia. Los platos en correcto orden que se transformará en desorden. Lucían las posiciones correctas de una fotografía familiar. Mi madre les servía. Comenzaba a arrinconarme en compañía de mi sobrina a la pared, sentíamos rechazo y temor. –Tenemos que hablar- en voz baja dijo mi sobrina. -Esta familia es el sustito, nuestro exilio. Su intención es ocupar nuestro espacio, ser el borrador de nosotros, lo que somos. – Me atemorizó la gran voz del infantil cuerpo, lo dicho, me congeló. A pesar de mi entendimiento desdichado, le escuché y le pedí que continuara. Me habló, –en voz baja- contaba cosas que quisiera recordar, pues seguro mejorarían mi vida empezando por echar a esos desconocidos. Terminaron de comer y pasaron a la sala, uno de los jóvenes, el hombre de cuello de tortuga negro abría los cajones sacando cosas, pertenecías que siempre estuvieron allí. El control remoto es de ellos, sentí sensaciones extrañas como esa. Los sillones, las paredes, las lámparas, el tapete; el aire les pertenecía. Experimenté dolorosos y absurdos desprendimientos. Mi sobrina –y su voz- nos alejó a mi madre y a mí, llevándonos hacia mis hermanos. Mudos. Tristemente nuestros cuerpos se hundieron en sí mismos habitando una nada con ventanas de una nueva idea que robaba lo contado, lo nuestro. Sin tiempo, situaciones vagaban sin control. Fui –fuimos- testigos de otro banquete, atestado de sus amigos y familiares, entre más aparecían más nos extinguíamos. Del otro lado, vivíamos en un lugar, metros de distancia nos separaban de lo vivido. Teníamos qué comer. El hombre de barba abrió una panadería. La sobrina y su triciclo corrían en círculo alrededor mío. Me seguía dando pauta a lo corregible, al pesar. El hambre es prioridad; entré a la panadería, el hombre de barba se encontraba atrás del mostrador. Al verme entrar me pide que pase a un patio. El piso de tierra, yerbas y el pan cubierto con un hule, colocado en charolas oxidadas sobrepuestas en unos palos viejos. Escoge dijo. Una tenaza aparecía en mi mano. Retiré el plástico. Unas ratas de pelos gruesos y negruzcos comían y peleaban un pan dulce. Había –habíamos- terminado.
El policía terminaba de leerle a su compañero las hojas con manchas de lodo, las mismas que encontró en la cueva, propiedad del hijo muerto de la reportera. Impetuosamente le pide a su compañero que paré la marcha de la patrulla. Escucha esto le dijo Santos estupefacto: "Recogí las hojas legibles, las más próximas, -las que se pudo- tres únicamente… Estaban cubiertas de lodo y tierra; las guardé en las bolsas de mi uniforme. Se las leí a mi compañero en la patrulla cuando nos alejábamos.” El oficial que escuchaba no entendió la situación, después pensó que se trataba de una broma. Santos le leyó el resto de la primera cuartilla. Describía a la perfección el día y la hora que encontraron al joven muerto, los gusanos saliéndole de la cabeza, a detalle, la descripción de muchos eventos vividos ese día, ese instante. Sus vidas ya escritas. En Santos fue aún más sorprendente, angustiante: la descripción de sus pensamientos, sus sensaciones, sus movimientos, sus palabras. Ambos experimentaron estar en todas partes y estar en ningún lugar, en la predisposición y el hecho, como sí de uno se tratase. Muchos eventos no encajaban, en realidad la totalidad de lo escrito jamás había existido. Ni el muchacho, ni el reporte en el buzón de aquellas raras y delirantes familias, de las cuales sus extravagantes y horribles andanzas comenzaban a sentir los oficiales como suyas. Santos sumamente afectado rompió lo escrito y lo echó por la ventana de la patrulla acto seguido le dice a su compañero que encienda la patrulla y acelere, perdiéndose, alejándose entre el polvo de un extenso terreno inhabitado, abundante en basura e infestado de ratas. En las alturas la cueva.
Es la primera vez que vengo, me encantó tu historia, saludos
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