Los rayos de la puesta hicieron que sus labios resecos se movieran, se despegaran del hilo de baba seca. Partidos. Acostado sobre el pasto con la camisa vomitada y desabotonada; un intenso dolor de cabeza, mareo… Ebrio aun. Se levantó y miró a su alrededor. Verde, árboles, pinos –rodeado-, se encontraba en un bosque acompañado de una monumental borrachera. Malestar. El lugar logró ubicarlo: es una zona del parque ecológico, a unos metros de la normal abandonada, la misma que se dice fue un hospital… ¿Pero qué hacía allí? ¿Cómo había llegado? ¿Con quién había estado? Estaba lejos de la ciudad, no recordaba nada. ¿Por qué estaba borracho? ¿Con quién bebió? ¿Con quién estuvo? ¿Había alguien cerca? Revisó su cartera. Estaba todo en su lugar; no tenía ningún golpe en su cuerpo. Intentó llamar desde su teléfono -sin señal-, miró buscando algún auto, algo, un indició, alguien cerca. Vacio. El sonido de la yerba, de la ramas empujadas por el viento, la incertidumbre creciendo. Observó el edificio.
Sobresaliendo entre las puntas de los pinos se yacía el edificio abandonado de muros manchados en blanco; son más de siete pisos. -Es de aquellos lugares revestidos de historias raras, y cuando las escuchas, no dudas en visitarlos- Tal como recordaba esto, recordaba donde vivía, en que trabajaba. Su esposa, sus hijos, sus padres, su edad, lo elemental. Sabía claramente quien era. Recordaba nítidamente lo que hizo ayer. La cena en el microondas, cuando se lavó los dientes y se fue a dormir. El último programa de televisión. De hoy, entiende, sabe donde se encuentra, la hora y el día. Lo imposible de recordar es cómo y por qué está ahí, y en esas condiciones, llevándolo casi a un ataque de pánico. Respiró profundamente, trató de repeler el malestar de la borrachera llevándose las manos al rostro. Desesperación. Auguró que al no ver ni encontrar a nadie cerca -alguien o algunos- estarían dentro del edificio. Comenzó a caminar torpemente, iría al edificio. Siguió el camino de tierra y pasto llegando a unas extintas jardineras, ahora rodeadas de árboles secos y hojas amarillentas. Se introdujo por uno de los ventanales cercanos, una explanada lodosa lo llevó a un acceso. En el interior el camino del pasillo lucia salpicado de pedazos de paredes, escombros. Los rayos del sol al fondo cayendo, entrando. Se detuvo un instante. Conocía los rincones del lugar, se dirigió a las escaleras, aquellas que conectan a todos los pisos llenos de baños y aulas vacías. El grafiti y la rapiña abundaban. Caminó sobre el polvo, pisando las piedras. Cada vez más deprisa -de vuelta a la duda, la incertidumbre-, subiendo al primer piso. Vino un fuerte mareo, intentaba seguir avanzando, tenía una idea. Gritaría en cada uno de los pisos los nombres de sus conocidos en ambas alas, izquierda y derecha, piso por piso vociferando nombres de amigos, familiares… no hubo respuestas. En el quinto piso el malestar de la borrachera le reventaba las entrañas -el vomito yendo a la boca y el pasillo girando- se recupera y continúa. Un visitante, quién fuera, suplicaba respondiera a sus llamados. Llegó a la azotea del edificio. Árboles, yerbas y cemento, no hay rastro alguno de nadie. La garganta le comenzó a molestar, sentía algo atorado, asfixiándolo; sus dedos intentaban destrabarlo, escarbando algo se abría. Vomitó estrepitosamente, se desplomó balbuceando, no entendiendo, desvaneciéndose. Los parpados se cerraban, desapareciendo el cerro de distintos verdes y la vegetación naciendo del cemento, de las piedras. Quedó tendido a un costado de un arbusto que brotaba del suelo, una rama apenas. El sol se distanciaba.
En minutos regresó en sí, la angustia lo trajo de vuelta. La inminente entrada de la noche despertó un estado de inseguridad, temor duplicado: el no saber qué demonios pasaba y la atmosfera de la enorme estructura tragándole. Necesitaba regresar, salir del edificio. Limpió el vomito de su boca y camisa, se incorporó dirigiéndose apresuradamente a las escaleras. Bajaba sin parar, un temor creciente venía siguiendo sus pasos. Las dudas le taladraban la cabeza. En el cuarto piso una de las aulas destelló una ligera luz, la vio, se inmovilizó ante ésta. Alguien, un conocido quizás. No se precipitaría, tomó su teléfono de nueva cuenta, marcó. Continuaba sin cobertura, sin comunicación, sin nada. Decidió ir hasta el aula, pensó inocentemente que esto podía ser una broma, podrían estarle jugándole una pasada, una broma. Lo que fuera, soportaría, necesitaba explicaciones, razones. La luz destellaba intensamente cuanto más se acercaba. Yendo a lado de los baños demolidos la luz se esfumó. Ya no avanzó. En cambio, murmullos, voces inentendibles saliendo de las otras puertas alrededor. Se acercaban, escuchó pisadas. No veía de quiénes provenían; voces de mujeres, de hombres, de niños. Pasando a su lado, evitándolo. Pausadamente dio media vuelta tratando de no inquietarlos. El regreso a las escaleras le parecía interminable. Empezaba sentirse perdido. Nauseas, un enorme hueco, el vacio crecía en la boca de su estomago. Parecía que sus pasos se fijaban al rojo suelo. Sintió un golpe en el hombro. Nada. Vendría un empujón por la espalda. Voces, personas andando, -no se ven- comienza a correr, tiene que salir. Las escaleras. Parece no llegar, es como si nunca hubieran existido. El pasillo es eterno, se introduce a un cuarto, escapando. Negro.
Las voces se han ido, quedando atrás. Es más seguro este cuarto, debe llevarlo afuera. Oscuro, apenas se observa el marco de la puerta, la entrada. Su escasa visibilidad es apoyada de su tacto. Palpando las paredes frías –guiándose- recorre tres muros, no difieren, sin accesos. Palpando la cuarta pared -sabe que hallará la puerta- por donde entró. Desapareció, no hay salida. El cuarto lo atrapó. No conocía los motivos de esta –pesadilla- situación, estar encerrado agravaba las posibilidades, el pánico lo cocía. Arrojó un manotazo acompañado de un desgarrador grito. El marco aparecía, la mano salió y chocó al aíre; se desequilibró, su propio peso lo venció cayendo fuera del cuarto: De rodillas, temblando mira el pasillo. Huyó despavorido, sin rumbo…
Llegó a un espacio de escasos y derrumbados muros; en uno de estos se desdibuja un viejo mural del tipo Rivera, mejor dicho del tipo sindicalista. Entre los restos se asomaba el bosque, su salida.
Saltó, una montaña de tierra al ras del piso amortiguó la caída. Estaba afuera. Bajó de prisa el alud y siguió al bosque. Tropezó en algo, casi cae. Es un zapato, una bota, inmediato estaba su par; a cualquiera de sus pasos huyendo proseguía otra prenda: los calcetines, la camisa, el pantalón, ropa interior. Un raro sombrero la última vestimenta. El trayecto de la ropa lo llevó a una vieja fuente, rodeada de pinos secos, hojas muertas. Tuvo la curiosidad de ver al interior de ésta, sabía que no debía hacerlo no ayudaría, lo mejor era irse pensó. Lo hizo, observó al interior. Vio lo que parecían unas piernas encogidas rodeando la oxidada salida del agua, se acercó a corroborar. El resto, un hombre desnudo en posición fetal. El rostro no se distinguía; afeitado de la cabeza. Respiraba, dormía. Comenzaba a despertar, pausadamente. El rostro era oculto por las sombras. Prefirió alejarse evitando hacer ruido. Aquella figura despertó. Se puso de pie, a espaldas de él. La cara no se ve. Antes de que volteara huye. Corre. No para, ni voltea. Está otra vez en el edificio. El miedo lo cegó y corrió a la deriva. Entró al edificio, imposible regresar al bosque. Tiene que esconderse, tiene que salir.
Bajó pisos que -en realidad- lo subían y subió pisos que lo bajaban. En algún piso decidió no subir-bajar-, ni bajar –subir- Lo recorrería, necesitaba ubicarse. Al lado, el hueco de un elevador. Calcularía su ubicación desde allí, evitando recorrer los pisos -quizá no estaba solo – Recordó. Tomándose, aferrándose a las paredes para no caer, se asomó. Experimentó ya haber vivido esto: el hueco del elevador, él observando. Ve que está a cuatro pisos tal vez. Miró hacía arriba, -lo vivió ya- alguien arriba miraba hacia abajo al mismo tiempo. Ambos se ven. Son el mismo. Sube bajando.
Entró a un piso. Evita las aulas. Puertas, muchas; el pasillo inmenso. No sabe qué hacer.
Está en aula mucho más grande que el resto, un auditorio. Ocho columnas de lado a lado, dieciséis sostienen dos balcones. Las columnas delgadas. Arriba, más puertas, muros rayados. Alguien corre por los balcones. Se detienen. Es el hombre de la fuente. Desnudo. Sonríe, lo ha visto. Su cara. Entra a una de las puertas, bajará, vendrá. Decidió saltar por una de las ventanas, escapar; estaba en la parte más alta, se mataría.
Apretó los ojos. Despertarse. Una pesadilla, eso tenía que ser. Es el único lugar donde puedes sentirte tan confundido y aterrado. Antes de abrir los ojos, se imaginó despertando en su cama. La tranquilidad, estar a salvo, en donde la existencia de los otros –de uno- daba sentido a las circunstancias. No tuvo sentido, al abrirlos, se hallaba en otra parte del edificio. Algo distinto en ese pasillo, no se conectaba a ningún lado; está abajo. Una estampida se escuchaba bajar, pisadas, fuertes. Las escaleras, recordó. Está en el primer piso, es la salida. Cruzó los ventanales, los mismos por los que entró; no lo podía creer, estaba afuera. Seguía el camino de tierra, la pineras. De vuelta a donde comenzó; andaría hasta el pueblo, se resolvería. No volteó ni un segundo, se apoyó tocando las cortezas de los pinos. Una le astilló la palma de la mano, se detuvo, hay alguien en el suelo, junto a sus piernas. Parece ser un hombre, no se mueve, huele mal. Hay sangre. Tenía su misma complexión. Llegó a percibir algo muy familiar en él. Estaba boca arriba, despedía un fétido olor. Se encuentra herido, el pecho. –Punzocortante- Su rostro. Un vértigo lo empalidece, desaparece la incertidumbre y llegan las respuestas de golpe, en imágenes: Esa mañana al despertar se encontraba solo, su esposa e hijos se fueron unos días a la casa de sus suegros (incidentes conyugales). Se bañó, se vistió e hizo una pequeña maleta. Aborda un autobús de la línea ordinaria. Pasaría el fin de semana en compañía de un amigo, el que vive en Perote. En la noche fueron a un bar. Fue su peor borrachera. Su amigo rendido le pidió que se fueran, le respondió que después lo alcanzaría. El bar, la barra no dejaba de moverse. Esos tres hombres acercándose, colocan una botella sobre la mesa, uno de ellos le pedí permiso para acompañarlo, asiente, sentándose los tres hombres a su alrededor. Terminada esa botella pidieron dos más. En ningún momento llegó a verlos borrachos, no le mencionaron sus nombres, hablaban muy poco. Tiró un vaso al querer levantarse de la mesa, el contenido alcanzó a uno de los hombres. Se disculpó para de inmediato despedirse, se encontraba infernalmente borracho; le pedían que se quedará, balbuceó -su mano negando-, se dirigió a la salida. Dio los primeros pasos tambaleándose en la calle, su cuerpo se mueve de lado a lado, su sombra permaneció quieta. Los tres hombres estaban a su espalda. Le ofrecieron llevarlo. Negó agitando la cabeza y articulando lo que pudo ser un gracias. No hay problema –dijo alguno- al instante alguien lo toma de la muñeca, torciéndole el antebrazo a la mitad de un omóplato. Un puño le cortaba y casi fracturaba su pómulo, lo arrastraron jalándolo de los cabellos hasta meterlo a una camioneta. Dos de los hombres lo custodian, van a sus lados, sentados; el del puñetazo se sube adelante, trae puestos unos lentes oscuros. Es una camioneta de doble cabina. Arranca. Los hombres de atrás lo observan, callados. Él tampoco dice una palabra, no da crédito a lo que está pasando. La sangre del pómulo abierto se combina con el sudor frio. La camioneta se incorpora a un camino de terracería. El silencio se rompe, toma valor y pregunta: ¿Adónde me llevan? ¿Qué quieren? Prosiguió el silencio y la camioneta siguió hasta un bosque. En alguna parte del camino la camioneta se detuvo, lo sacaron violentamente. Afuera lo recibió un cabezazo que le rompió la nariz en tres partes, cayó arrodillado recibiendo una patada de bota vaquera –el tacón- entre el mentón y el cuello. La punta de otra bota estrellándole las costillas a la altura de la tetilla. Una patada en medio de la espalda lo cimbró en el pasto al lado de un pino. Les ruega, les pide que dejen de golpearlo; en medio de sus lágrimas ve un edificio, cree saber dónde está. Lo levantan sujetándolo de ambos brazos y lo ponen de frente al sujeto de los lentes, éste mete su mano a la bolsa del pantalón, saca una fotografía, la observa, después se las entrega a los otros, la ven. Alguien dice “¿Cómo?” “A cuchilladas pa qué respete” –Responden. Lo amagan ambos hombres, el de lentes saca un cuchillo de entre sus ropas. El cuchillo entra a la boca del estomago, lo saca rápido cortando más tejido, intestino; clava ahora en las costillas fracturadas, esto permite que el cuchillo entre –corte- fácilmente el hueso. Se queda sin fuerza, lo incorporan, ahora entra la hoja en su clavícula izquierda, no entra tan fácil, duele el doble. Respira pausadamente, el aire se le va, se le va por la carne abierta. Asesta otra en el estomago –el hígado-, vendrían dos más en el pecho, murió antes. Dejan caer el cuerpo, quedando boca arriba al lado del pino, suben a la camioneta y se alejan.
Los primeros rayos del sol hicieron volar las moscas paradas en los labios, se posaron en otra parte fétida del cadáver. Su cadáver
Sobresaliendo entre las puntas de los pinos se yacía el edificio abandonado de muros manchados en blanco; son más de siete pisos. -Es de aquellos lugares revestidos de historias raras, y cuando las escuchas, no dudas en visitarlos- Tal como recordaba esto, recordaba donde vivía, en que trabajaba. Su esposa, sus hijos, sus padres, su edad, lo elemental. Sabía claramente quien era. Recordaba nítidamente lo que hizo ayer. La cena en el microondas, cuando se lavó los dientes y se fue a dormir. El último programa de televisión. De hoy, entiende, sabe donde se encuentra, la hora y el día. Lo imposible de recordar es cómo y por qué está ahí, y en esas condiciones, llevándolo casi a un ataque de pánico. Respiró profundamente, trató de repeler el malestar de la borrachera llevándose las manos al rostro. Desesperación. Auguró que al no ver ni encontrar a nadie cerca -alguien o algunos- estarían dentro del edificio. Comenzó a caminar torpemente, iría al edificio. Siguió el camino de tierra y pasto llegando a unas extintas jardineras, ahora rodeadas de árboles secos y hojas amarillentas. Se introdujo por uno de los ventanales cercanos, una explanada lodosa lo llevó a un acceso. En el interior el camino del pasillo lucia salpicado de pedazos de paredes, escombros. Los rayos del sol al fondo cayendo, entrando. Se detuvo un instante. Conocía los rincones del lugar, se dirigió a las escaleras, aquellas que conectan a todos los pisos llenos de baños y aulas vacías. El grafiti y la rapiña abundaban. Caminó sobre el polvo, pisando las piedras. Cada vez más deprisa -de vuelta a la duda, la incertidumbre-, subiendo al primer piso. Vino un fuerte mareo, intentaba seguir avanzando, tenía una idea. Gritaría en cada uno de los pisos los nombres de sus conocidos en ambas alas, izquierda y derecha, piso por piso vociferando nombres de amigos, familiares… no hubo respuestas. En el quinto piso el malestar de la borrachera le reventaba las entrañas -el vomito yendo a la boca y el pasillo girando- se recupera y continúa. Un visitante, quién fuera, suplicaba respondiera a sus llamados. Llegó a la azotea del edificio. Árboles, yerbas y cemento, no hay rastro alguno de nadie. La garganta le comenzó a molestar, sentía algo atorado, asfixiándolo; sus dedos intentaban destrabarlo, escarbando algo se abría. Vomitó estrepitosamente, se desplomó balbuceando, no entendiendo, desvaneciéndose. Los parpados se cerraban, desapareciendo el cerro de distintos verdes y la vegetación naciendo del cemento, de las piedras. Quedó tendido a un costado de un arbusto que brotaba del suelo, una rama apenas. El sol se distanciaba.
En minutos regresó en sí, la angustia lo trajo de vuelta. La inminente entrada de la noche despertó un estado de inseguridad, temor duplicado: el no saber qué demonios pasaba y la atmosfera de la enorme estructura tragándole. Necesitaba regresar, salir del edificio. Limpió el vomito de su boca y camisa, se incorporó dirigiéndose apresuradamente a las escaleras. Bajaba sin parar, un temor creciente venía siguiendo sus pasos. Las dudas le taladraban la cabeza. En el cuarto piso una de las aulas destelló una ligera luz, la vio, se inmovilizó ante ésta. Alguien, un conocido quizás. No se precipitaría, tomó su teléfono de nueva cuenta, marcó. Continuaba sin cobertura, sin comunicación, sin nada. Decidió ir hasta el aula, pensó inocentemente que esto podía ser una broma, podrían estarle jugándole una pasada, una broma. Lo que fuera, soportaría, necesitaba explicaciones, razones. La luz destellaba intensamente cuanto más se acercaba. Yendo a lado de los baños demolidos la luz se esfumó. Ya no avanzó. En cambio, murmullos, voces inentendibles saliendo de las otras puertas alrededor. Se acercaban, escuchó pisadas. No veía de quiénes provenían; voces de mujeres, de hombres, de niños. Pasando a su lado, evitándolo. Pausadamente dio media vuelta tratando de no inquietarlos. El regreso a las escaleras le parecía interminable. Empezaba sentirse perdido. Nauseas, un enorme hueco, el vacio crecía en la boca de su estomago. Parecía que sus pasos se fijaban al rojo suelo. Sintió un golpe en el hombro. Nada. Vendría un empujón por la espalda. Voces, personas andando, -no se ven- comienza a correr, tiene que salir. Las escaleras. Parece no llegar, es como si nunca hubieran existido. El pasillo es eterno, se introduce a un cuarto, escapando. Negro.
Las voces se han ido, quedando atrás. Es más seguro este cuarto, debe llevarlo afuera. Oscuro, apenas se observa el marco de la puerta, la entrada. Su escasa visibilidad es apoyada de su tacto. Palpando las paredes frías –guiándose- recorre tres muros, no difieren, sin accesos. Palpando la cuarta pared -sabe que hallará la puerta- por donde entró. Desapareció, no hay salida. El cuarto lo atrapó. No conocía los motivos de esta –pesadilla- situación, estar encerrado agravaba las posibilidades, el pánico lo cocía. Arrojó un manotazo acompañado de un desgarrador grito. El marco aparecía, la mano salió y chocó al aíre; se desequilibró, su propio peso lo venció cayendo fuera del cuarto: De rodillas, temblando mira el pasillo. Huyó despavorido, sin rumbo…
Llegó a un espacio de escasos y derrumbados muros; en uno de estos se desdibuja un viejo mural del tipo Rivera, mejor dicho del tipo sindicalista. Entre los restos se asomaba el bosque, su salida.
Saltó, una montaña de tierra al ras del piso amortiguó la caída. Estaba afuera. Bajó de prisa el alud y siguió al bosque. Tropezó en algo, casi cae. Es un zapato, una bota, inmediato estaba su par; a cualquiera de sus pasos huyendo proseguía otra prenda: los calcetines, la camisa, el pantalón, ropa interior. Un raro sombrero la última vestimenta. El trayecto de la ropa lo llevó a una vieja fuente, rodeada de pinos secos, hojas muertas. Tuvo la curiosidad de ver al interior de ésta, sabía que no debía hacerlo no ayudaría, lo mejor era irse pensó. Lo hizo, observó al interior. Vio lo que parecían unas piernas encogidas rodeando la oxidada salida del agua, se acercó a corroborar. El resto, un hombre desnudo en posición fetal. El rostro no se distinguía; afeitado de la cabeza. Respiraba, dormía. Comenzaba a despertar, pausadamente. El rostro era oculto por las sombras. Prefirió alejarse evitando hacer ruido. Aquella figura despertó. Se puso de pie, a espaldas de él. La cara no se ve. Antes de que volteara huye. Corre. No para, ni voltea. Está otra vez en el edificio. El miedo lo cegó y corrió a la deriva. Entró al edificio, imposible regresar al bosque. Tiene que esconderse, tiene que salir.
Bajó pisos que -en realidad- lo subían y subió pisos que lo bajaban. En algún piso decidió no subir-bajar-, ni bajar –subir- Lo recorrería, necesitaba ubicarse. Al lado, el hueco de un elevador. Calcularía su ubicación desde allí, evitando recorrer los pisos -quizá no estaba solo – Recordó. Tomándose, aferrándose a las paredes para no caer, se asomó. Experimentó ya haber vivido esto: el hueco del elevador, él observando. Ve que está a cuatro pisos tal vez. Miró hacía arriba, -lo vivió ya- alguien arriba miraba hacia abajo al mismo tiempo. Ambos se ven. Son el mismo. Sube bajando.
Entró a un piso. Evita las aulas. Puertas, muchas; el pasillo inmenso. No sabe qué hacer.
Está en aula mucho más grande que el resto, un auditorio. Ocho columnas de lado a lado, dieciséis sostienen dos balcones. Las columnas delgadas. Arriba, más puertas, muros rayados. Alguien corre por los balcones. Se detienen. Es el hombre de la fuente. Desnudo. Sonríe, lo ha visto. Su cara. Entra a una de las puertas, bajará, vendrá. Decidió saltar por una de las ventanas, escapar; estaba en la parte más alta, se mataría.
Apretó los ojos. Despertarse. Una pesadilla, eso tenía que ser. Es el único lugar donde puedes sentirte tan confundido y aterrado. Antes de abrir los ojos, se imaginó despertando en su cama. La tranquilidad, estar a salvo, en donde la existencia de los otros –de uno- daba sentido a las circunstancias. No tuvo sentido, al abrirlos, se hallaba en otra parte del edificio. Algo distinto en ese pasillo, no se conectaba a ningún lado; está abajo. Una estampida se escuchaba bajar, pisadas, fuertes. Las escaleras, recordó. Está en el primer piso, es la salida. Cruzó los ventanales, los mismos por los que entró; no lo podía creer, estaba afuera. Seguía el camino de tierra, la pineras. De vuelta a donde comenzó; andaría hasta el pueblo, se resolvería. No volteó ni un segundo, se apoyó tocando las cortezas de los pinos. Una le astilló la palma de la mano, se detuvo, hay alguien en el suelo, junto a sus piernas. Parece ser un hombre, no se mueve, huele mal. Hay sangre. Tenía su misma complexión. Llegó a percibir algo muy familiar en él. Estaba boca arriba, despedía un fétido olor. Se encuentra herido, el pecho. –Punzocortante- Su rostro. Un vértigo lo empalidece, desaparece la incertidumbre y llegan las respuestas de golpe, en imágenes: Esa mañana al despertar se encontraba solo, su esposa e hijos se fueron unos días a la casa de sus suegros (incidentes conyugales). Se bañó, se vistió e hizo una pequeña maleta. Aborda un autobús de la línea ordinaria. Pasaría el fin de semana en compañía de un amigo, el que vive en Perote. En la noche fueron a un bar. Fue su peor borrachera. Su amigo rendido le pidió que se fueran, le respondió que después lo alcanzaría. El bar, la barra no dejaba de moverse. Esos tres hombres acercándose, colocan una botella sobre la mesa, uno de ellos le pedí permiso para acompañarlo, asiente, sentándose los tres hombres a su alrededor. Terminada esa botella pidieron dos más. En ningún momento llegó a verlos borrachos, no le mencionaron sus nombres, hablaban muy poco. Tiró un vaso al querer levantarse de la mesa, el contenido alcanzó a uno de los hombres. Se disculpó para de inmediato despedirse, se encontraba infernalmente borracho; le pedían que se quedará, balbuceó -su mano negando-, se dirigió a la salida. Dio los primeros pasos tambaleándose en la calle, su cuerpo se mueve de lado a lado, su sombra permaneció quieta. Los tres hombres estaban a su espalda. Le ofrecieron llevarlo. Negó agitando la cabeza y articulando lo que pudo ser un gracias. No hay problema –dijo alguno- al instante alguien lo toma de la muñeca, torciéndole el antebrazo a la mitad de un omóplato. Un puño le cortaba y casi fracturaba su pómulo, lo arrastraron jalándolo de los cabellos hasta meterlo a una camioneta. Dos de los hombres lo custodian, van a sus lados, sentados; el del puñetazo se sube adelante, trae puestos unos lentes oscuros. Es una camioneta de doble cabina. Arranca. Los hombres de atrás lo observan, callados. Él tampoco dice una palabra, no da crédito a lo que está pasando. La sangre del pómulo abierto se combina con el sudor frio. La camioneta se incorpora a un camino de terracería. El silencio se rompe, toma valor y pregunta: ¿Adónde me llevan? ¿Qué quieren? Prosiguió el silencio y la camioneta siguió hasta un bosque. En alguna parte del camino la camioneta se detuvo, lo sacaron violentamente. Afuera lo recibió un cabezazo que le rompió la nariz en tres partes, cayó arrodillado recibiendo una patada de bota vaquera –el tacón- entre el mentón y el cuello. La punta de otra bota estrellándole las costillas a la altura de la tetilla. Una patada en medio de la espalda lo cimbró en el pasto al lado de un pino. Les ruega, les pide que dejen de golpearlo; en medio de sus lágrimas ve un edificio, cree saber dónde está. Lo levantan sujetándolo de ambos brazos y lo ponen de frente al sujeto de los lentes, éste mete su mano a la bolsa del pantalón, saca una fotografía, la observa, después se las entrega a los otros, la ven. Alguien dice “¿Cómo?” “A cuchilladas pa qué respete” –Responden. Lo amagan ambos hombres, el de lentes saca un cuchillo de entre sus ropas. El cuchillo entra a la boca del estomago, lo saca rápido cortando más tejido, intestino; clava ahora en las costillas fracturadas, esto permite que el cuchillo entre –corte- fácilmente el hueso. Se queda sin fuerza, lo incorporan, ahora entra la hoja en su clavícula izquierda, no entra tan fácil, duele el doble. Respira pausadamente, el aire se le va, se le va por la carne abierta. Asesta otra en el estomago –el hígado-, vendrían dos más en el pecho, murió antes. Dejan caer el cuerpo, quedando boca arriba al lado del pino, suben a la camioneta y se alejan.
Los primeros rayos del sol hicieron volar las moscas paradas en los labios, se posaron en otra parte fétida del cadáver. Su cadáver
Al escucharte asumí que el cuerpo en la fuente estaba en posición fetal y así es...
ResponderEliminarDe rodillas es la incertidumbre, la pérdida ante lo desconocido, de rodillas es no conocer, es no entender, es la inseguridad de la certidumbre... es frenético, es locura pura... ¡excelente reinito mío!