domingo, 15 de septiembre de 2013
Independencia
No es el día ni el mes en donde no debe celebrarse nada, son el resto de los meses y los días en donde no hay cabida para la celebración. El no dar cuenta de esto no es mera casualidad, es el escape a tanta decepción, a tanta insensatez, a tanta injusticia, a tanta desfachatez, a tanto nacionalismo. A tanto patriotismo.
Ver el México de ahora, saber del mismo sin identidad alguna; sin playera ni gol que cantar, si con el rostro moreteado que siente la gloria entre números que no le dan en las cuentas de la vida, si con la voluntad amedrentada, trastocada. Ese miedo arcaico del mexicano en el que se repliega y el cual convierte en uno de sus mayores complejos, el miedo de sí mismo, el miedo de notar que su gobierno y su tejido social son reflejo puro de su propia deshonestidad e ingobernabilidad. Masoquismo es el “valor” más preciado y sincero del mexicano, dolor en la muerte y en su celebración de todos los días; celebrar la emancipación de un pensamiento ideado para sentirse “libres”, independientes de nuestras propias responsabilidades. Resultó sencillo y eficaz el que nos dijeran y nos sigan diciendo en qué creer. La Independencia es la sublimación que otorga el escenario de una oficialista idea que da significado al mestizaje, originando la concepción de identidad, siempre y cuando ésta se conforme por esos complejos, por culpas (intensificación de las mismas) que encadenan la protesta; le hacen en tantas veces insincera, tan frágil. Revolución sería la otra sublimación, el segundo renacimiento para equiparar un descontento ante el padre, querer derrocarle, asesinarle. Cada revolución tiene su propio espíritu, no es símil en cada nación ahí estriba el hecho de no romantizarle; el compromiso para con la tierra y el pueblo puede ser entendido desde lo más narcisista (fatídico), hasta los propósitos indistintos (guerras civiles), aunque sí hay una energía particular que le arrienda, es la energía que otorga el desgaste, la frustración, la impotencia que se convierte en furia, la furia que moviliza. La revolución más sincera es la instintiva, la que contagia la indignación, la que te permite sentirte indignado de ti mismo por ser tan permisivo, por ser tan egoísta, por creer que todo iba a estar ahí sin que nada pasara, sin que estallara. Debemos ser precavidos pues las revoluciones tienden –como mal necesario- a autoderrotarse.
Independízate México de esa falsedad de suave patria, de esa idea que no tienes nada más que tus pertenencias, tu trabajo y tu quincena. Comprende que el único yugo del cual debes liberarte es el de tu concepción. Da el golpe de Estado, a tu estado como espectador que eterniza su nihilismo, que está indeciso por no saber a qué bando apoyar. Por el increíble miedo de no saber qué hacer después de derrocar. La respuesta es romper la supresión de nuestros instintos, de nuestras propias inhibiciones como pueblo, llevar a un nivel mayor nuestra escénica y quizá más sincero rasgo, la muerte. El mexicano se concibe como vida en muerte. Muramos entonces y nazcamos en algo completamente desconocido, en un valle en donde la ausencia de la dominación no sea la ausencia del pensamiento.
De la sangre del caído llena tus palabras, del verde entiende que ha estado antes que tú y tienes que respetarle y estar comunión con él, y del blanco como el lienzo en donde comenzarás a escribir una nueva historia, la historia del país que se pensaba jamás despertaría.
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