Tiempo

El tiempo es mi mejor amigo y mi peor enemigo. El tiempo ambiguo del esquizofrénico, el tiempo que fumas, el tiempo que soñamos, el tiempo viajado, el tiempo obsesivo felizmente vivido por un servidor y otros más; el tiempo otorga el valor… valor para hablar de comics, de ideas, de “absurdos delirantes”, de parodia, de cine, de intentos, de música, del fin del mundo, de playas vírgenes ochenteras suicidas. En fin, el tiempo es quien definirá este rollo que hoy mismo inicia e incita a la banda a que lo visite, lo juzgue, lo ame, lo odie o las dos cosas. La pertenencia digital me quitaba el sueño.

martes, 20 de septiembre de 2011

1965




No podían tener más esos objetos, las pertenencias del Dr. José Leopoldo Ramos les provocaban a sus hijos aún sentirlo cerca, como si estuviera vivo, probablemente. Su esposa (había muerto cinco años antes) e hijos no volvieron a saber de él, se cumplían 17 años desde aquel día en que no regresó a casa. Habían sido varías las pertenencias que desecharon, la última propiedad del Dr. José Ramos eran estos libros, pasarían a una librería de segunda mano. En una reunión de hermanos llevada a cabo la semana anterior determinaron sacar los libros, la hermana dio la opción de donarlos. Así sería. No los soportaban un instante más. Su madre nunca pudo recuperarse de la desaparición de su esposo, ellos sabían que su madre murió de tristeza, de incertidumbre. Suficiente la espera de 17 años, muerto o vivo no regresaría.

El comportamiento de su padre en los últimos años antes de su extraña desaparición se tornó extrovertido en ocasiones; atípico, introspectivo muchas veces: su comunicación hacia la familia disminuía día a día, dejó de ir al hospital, de dar consulta. Pidió un permiso provisional en la Universidad, no volvió a dar clases. Gran parte del día la pasaba en la biblioteca, de ahí mismo quitó todo título, reconocimiento. Cualquier alusión al sistema académico terminó en la basura. Canceló sus créditos del banco. Le hizo vender a su esposa uno de los dos autos, el que quedó se utilizaba sólo en situaciones de emergencia; dejó de ver la televisión. Dormía en el estudio, el mismo en donde atendía a sus pacientes; una noche los tres hermanos desde la ventana de una de las recámaras de la casa vieron cómo el Dr. José Ramos quemaba los expedientes de sus pacientes: bitácoras, folders llenos de notas y registros. Pasaba días enteros sin hablar, los alimentos se le llevaban a la biblioteca o al estudio, salía a la calle para lo indispensable, hubo meses en los que no salió. Empezó a recibir llamadas telefónicas en altas horas de la madrugada. En una ocasión uno de los hermanos escuchó una de esas llamadas “Pronto, lo haré pronto” dijo el Dr. Ramos colgando el auricular. En algunas ocasiones el Dr. Ramos decidió acompañarlos en la mesa, ahí su expresión no se redujo a silencios ni a monosílabos, daba grandes discursos a su familia: les hablaba del fin de los tiempos desde un carácter simbólico, de la enajenación del mundo, el control mediático, el rezago educativo, de lo conveniente de mantener a una sociedad ignorante, la gran incapacidad de las instituciones para brindar seguridad, bienestar y justicia, el cómo esas mismas instituciones tienen espacios en donde se deposita a los anormales, a los distintos, los atípicos, espacios en donde la misma sociedad esconde lo que no desea confrontar. En esos términos y en ese ímpetu se daban los discursos en la mesa, el Dr. no dejaba hablar a ningún integrante de la familia. Instruía, es lo que les decía, instruía. Finalizados sus discursos recogía los platos de todos llevándolos luego al fregadero, volvía de nueva cuenta al estudio, a ensimismarse.


Formar su realidad interior

El Dr. Ramos en sus días de prosperidad y reconocimiento fue un eminente psiquiatra y psicoanalista. En ambas formaciones sus sustentos teóricos habían sido hasta ese momento muy ortodoxos, claro debe reconocerse que, nunca perdió ese lado humano que es muy difícil reconocer en esas actividades. Médico psiquiatra por más de 30 años en el Hospital General; llevó varios casos a nivel particular, aquellos relacionados con eventos traumáticos eran de su especial interés, las obsesiones en sus singulares planos le apasionaban. El homicidio cometido por uno de sus pacientes (asesinó a su pequeña hija) fue el primer detonante de los repentinos cambios en la personalidad del Dr. José Ramos. Días después de este catastrófico evento comenzó a dar de alta a sus pacientes, muchos crónicos, algunos en cortos periodos de tratamiento. Pretendía no obviar a su familia sobre aquel fracaso que le hundió profesionalmente, personalmente. Al Dr. Ramos se le reconocía dentro del gremio por sacar siempre avante a sus pacientes, siempre apegado a las normas, a las reglas, a ejecución clínica comprobatoria, a las dosis –prescripciones- exactas del malestar tratado. Al Dr. Ramos no le fue difícil distinguir entre lo normal y lo anormal, criterios, sintomatologías, conductas; su ética y moral socialmente aceptada (herramienta infalible en el trabajo de sus pacientes), no fue suficiente en el filicidio. Sus manuales -entre ellos el reconocido DSM II- fueron directo a la basura, se interesó en nuevos temas, propuestas relacionadas con la introspección, el orientalismo, la combinación –anti natura- de disciplinas: Psiquiatría y existencialismo, empirismo y subjetividad, etc. Temas como la simbología del espíritu, metafísica de la expresión, espacialidad y temporalidad; un cambio radical en la formación del Dr. Ramos. Sus clases en la Universidad fueron desechando la idea de un marco “universalista” del hombre, sus intervenciones dieron realce a la pluralidad, hizo a un lado la idea de un ética y moral absoluta “Ataduras, la persona normal es aquella que ha renunciado su voluntad para aceptar la voluntad del grupo…” les decía a sus alumnos. Días antes de pedir su permiso provisional la junta académica estaba por expulsarlo de la Facultad; sobrepasó los límites, persuadió a los alumnos a quemar biblias, constituciones, textos –gratuitos- de educación básica, bibliografía y manuales de psiquiatría tradicional. Un sector del alumnado estaba motivado, emocionado ante el abrupto cambio de su catedrático, que no está por demás decir, era una de las vacas sagradas de la institución; el otro sector reprobaba el actuar del Dr. Ramos. Inconcebible, decían los más puritanos conservadores, sus colegas; amigos de años dejaron de hablarle cuando lo encontraban entre pasillos.

Le dijo a su esposa que él iría por los periódicos ese domingo por la mañana, su esposa palideció al ver el terrible aspecto de su esposo; cuatro meses de no salir del estudio, de no verlo: el pelo largo, la barba (canosa) muy crecida, el pijama sucio, las sandalias de distintos pares, destilaba un fétido olor. Llevaba una caja de zapatos sujetada por el brazo derecho, pegada a la costilla. Besó a su esposa en la frente. Los tres hijos estaban dormidos. -Regreso, ten listo el desayuno- fueron las últimas palabras del Dr. José Leopoldo Ramos. No se volvió a saber de él. Hubo detalles que asentaron la decisión de sus hijos al respecto de irse deshaciendo de las pertenencias –del recuerdo- del Dr. Ramos. Tres fueron notorios: ese mismo domingo por la noche un coche bomba detonó en las inmediaciones del Palacio de Justicia, no hubo ningún muerto. El hecho fue noticia nacional. No formaban parte de la cotidianidad los autos bomba o artefactos explosivos, menos si éstos pretendían o como en este caso, aparentaban un atentado. Otra versión es aquella rumorada por el alumnado, decían que el Dr. Ramos se había fugado con una alumna, Leticia Vallejo, estudiante de Ciencias Políticas; se le vio en la mayoría de cátedras impartidas por el Dr. aunque no pertenecía a su área. Mucha comunidad estudiantil comulgaba en lo expuesto por el Dr. Ramos, la quema de textos le dio una nueva revaloración entre grupos disidentes. Ella, se sabía, tenía una afinidad con él más allá de la ideología. La última versión fue comentada por el que después se convertiría en el esposo de la hija de Ramos. Estaba en la comisaría de aquel pueblito, era él, más viejo, la piel quemada, el pelo largo y cano. Lo reconocí, sobre todo por lo que le decía al pobre policía, un anciano también: “mírate allí, condenado a ser un sirviente de leyes que ni conoces ni entiendes. Un pedazo de hombre sin voluntad en sus últimos días sirviendo a las instituciones que seguro lo liquidarán y le olvidarán. Atrás de tu escritorio apolillado, en una autoridad nula que no te da ni para gobernarte a ti mismo”. El viejo policía le respondió entre risas, “sí Leopoldo, sigue viviendo en tu mundo, anda, vete, aquí en estos tiempos ya no tienes sentido”.