Y habiendo corrido por horas, ante el hecho de haber resuelto enigmas en base a resoluciones o ideas –que en inicio se pensaron propias- continuó hasta un fin no demostrado, no entendido, ante el cual sin importar tendría que llegar. Recovecos, zanjas y epifanías hartas de ser rebuscadas y parchadas. Huecos en el tejido de su felicidad. Se vio demostrada su ineptitud y su maquinea actitud en el momento detonar su máquina; el cumplido se volvía el grito y las ganancias el olvido.
Templado. A usanza del viajero de última hora, un poco más y lo pierde. Se subió, y contrario a lo que imaginó esa mañana los vagones expulsaban personas, unos embarrados con otros: niños, viejas y viejos reposados y desesperados de llegar. Viaje largo era éste, no vale la pena recordar el número de estaciones. La axila de la anciana de cabellos purpura rosaba su playera sport, quiso empujarla, no se atrevió, el brillo del cabello lo doblegó. Particularmente siempre se siente observado. No, no es el deseo de reconocimiento, es una atención abominablemente acusadora, de señalamiento, es la idea de ser imagen perpetua de aparador, de exhibición de lo no grato. Una niña le pisó el pie, el dedo de la uña enterrada, agarrarla de las coletas y arrojarla entre el breve espacio de aire en las ventanas, mandarla lejos se recomendaba. Fue imposible moverse entre tanta carne, menos catapultar una chiquilla odiosa. El tren viajaba a una velocidad considerable, finalizaría pronto. Paciencia se repetía; el bigote de sudor le picaba, la mosca le sobrevolaba cerca de los anteojos. De tanta gente llegó a pensar que se encontraba en una calle atestada, un callejón repleto en movimiento, en velocidad considerable. En una de las estaciones se bajó más de la mitad de los pasajeros del vagón, entró un número mayor del que bajó, jóvenes la mayoría. La velocidad no fue ya la misma -incremento- su paciencia tampoco, mucha gente observándole y la luz del sol chocándole en la cara. Pensar en callejones no ayudaba, pensó en desastres ¿Por qué no puede dejar de pensar en eso? La garantía es que jamás algo que había deseado o pensado se solidificaba, dio entonces rienda a la imaginación. La angustia aminoraba mientras él recreaba desastres diversos de los pasajeros. Sonrisas, risillas incontrolables empezaron a brotarle, si de atención hartaba, en nada beneficio su repentino cambio de humor ¿Qué importaba? Creyó. Y así entre niñas que perdían a sus papás en el supermercado, abuelas no visitadas ni por equivocación en los asilos ni en sus funerales, y de jóvenes en futuros impensables: atados a una silla de ruedas, colgados de vigas, sin expectativas, sin ganas de vivir y tener la responsabilidad instintiva de hacerlo, cosas así… A cada uno le definió su tortuoso futuro. Un momento detuvo su imaginería, el tren no. Se preguntó “¿Cuál sería el peor desastre en este momento para mí?” Respondió “Morir aquí, con ellos”. El titular decía “Tres únicos sobrevivientes de aparatoso accidente ferroviario: Abuela, su nieta y una adolescente, se reportan graves”.
Releí la nota y dejé el periódico por ahí, es un pésimo hábito leer la nota roja durante la comida. Y mayor se vuelve cuando los problemas maritales no se han resuelto por años. Esa tarde había acordado verme con mi amante en el bar de la estación. Le di las gracias a mi esposa por la comida y me despedí fríamente de mis hijos, no quería llegar tarde a la cita y menos tener una discusión sin posibilidades de llegar a nada, esa es mi esposa. Me fui de inmediato a la recamara y me quité la camisa, la corbata y el resto del atuendo de oficina. Busqué entre mi ropa algo menos conservador, que me permitiera lucir bien; en verdad que estaba ilusionado con esta chica, era más joven que yo, además, me regresaba el aliento, las ganas. Desde nuestra primera salida comencé a sentirme distintito, único, especial, fui otro en todas la áreas de mi vida, menos las de mi hogar y lo que éste representa. Y he de decir esto, considerando la belleza y dulzura de esta mujer, de movimientos delicados, palabras oportunas y de pasión inagotable. Nuestros últimos encuentras se habían espaciado en demasía, cuestiones de trabajo, viajes, sus estudios. Hoy sería por tanto especial. En casa dije que saldría con compañeros de la oficina, que cenaran sin mí. No tuve respuesta, sólo una tremenda indiferencia de la familia.
Llegué más temprano de lo acordado, decidí tomar una copa en el bar. Podría prolongar el encuentro, desde una maravillosa espera; el bar era un lugar acogedor sin pretensiones y muy nostálgico (sus pequeñas y viejas mesas, el detalle de la lamparita), te atemporalizaba, lo hacía un lugar sin tiempos, al menos no presentes. La misma sensación tuve en otras visitas, sin ella. La esperé en la barra. Comencé con un brandy, los solían servir bien. La barra era muy larga, el cantinero no te escuchaba cuando atendía a los extremos. Ese día no fue así, sólo éramos dos, y ambos sentados en la barra, muy cerca. Un joven –para mi edad-, treinta y tres años tal vez mi acompañante de esa ocasión. El tiempo en el lugar sin tiempo comenzaba a pasar, lo noté no por observar mi reloj, menos por ver el del bar, inexistente, caso extraño para el bar de una estación de trenes; me di cuenta por los techos de los vagones que pasan muy cerca del ventanal de la barra que da al área de abordaje. Cada quince minutos salé un tren a destinos diferentes, puntual. Habían salido ya seis, una hora y treinta minutos de retraso. De los mínimos defectos en ella la impuntualidad no era uno. Fueron mayores las ganas de prolongar, noté que lo acompañe de tres copas más. No acostumbra a llamarle a su celular, y cuando lo hacíamos era una sola vez para quedar, no más. Mi silencioso acompañante revisó su teléfono, un mensaje, dejó un billete en la barra y se llevó el cigarro recién encendido. Sentí unas ganas tremendas de seguirle, tenía algo que ver con el retraso, él. Salí presuroso, sin pagar, el mesero me gritó algo. Salimos del bar, cerca había un túnel que comunicaba a los andenes. Iba tan rápido que ni siquiera se daba cuenta que era seguido. Al entrar al túnel el tren está a punto de partir. Va disminuyendo su velocidad, igual lo hago, quería hacerlo, a mi edad no es tan fácil correr como aquel día. Para un momento, reconoce a una chica que se encuentra parada en las escalinatas de uno de los vagones. Corrió hasta ella, le besó cariñosamente; desde donde los veía parecían no decirse nada, se –hablaban- decían en sus caricias, las caricias que le deba ella. Que me dio. Me vio, estoy seguro que me vio, lo abrazaba y a su espalda me miraba, ¿Lo había planeado? ¿Me lo merecía? ¿Regresaría? Terminaron por subir, el tren salía del andén, a la luz de la tarde. Me fui del allí hasta que el tren se convirtió en un punto, lejano.
Entró una pareja joven al vagón, el tren comenzaba su trayecto. Las caderas de la chica (encantadora, muy sexy) golpearon a un flaco muchacho que se encontraba cercano a la puerta de acceso. Ella y su novio siguieron, no los volvió a ver. El flaco adolescente es un chico que se le ve relajado. Esto quizá se pueda explicar: carga una mochila escolar y trae el uniforme de la secundaria (no supe si de los pantalones de cuadritos o de las grises de rayas anchas y delgadas). Una treinta, una treinta y tres -esa era la hora- seguro se voló las clases y desde la mañana anda en la calle, entre estaciones. Según la hora de salida de las secundarías en este momento iría de regresó a su casa para no ser descubierto. Llegaría a la casa, de la que salió en la mañana, dirigiéndose a la escuela. Decidió ese día no ir en cuanto puso el primer pie en la calle. Tomaría el tren que recorre la periferia, contaría el número de vueltas a la ciudad realizadas desde tempranas las siete hasta la una treinta de la salida. Haría un registro de los lugares que no conoce y conoce sin bajar nunca del vagón. En la primera estación –observó- era la ciudad, pero distinta, los edificios, la calles, están acomodadas de distintas formas. Esta vista si la conoce, es un barrio de tierra, ha venido aquí, tiene un amigo, contrario a lo pensado no es ni por asomo una mala influencia. El tren sigue, el interior le parece en ocasiones acogedor, en otras es un vagón arcaico, corre en vías frágiles, delgadas, las puede ver entre los tablones rudimentarios que forman el piso. Viajaba solo, subieron dos. Un golpe de un cuerpo - una chica- lo sacó del pensamiento de lo que había hecho en su día de no ir a la escuela. Para después verse sentado en uno de los asientos de ese vagón, tal vez anticuado pero perfectamente bien conservado. Se miraba allí dormido, lástima, no pudo ver el recorrido entre las casas, los talleres de las máquinas, los vagones parados, los abandonados, los grandes árboles y las sombras de sus ramas que se proyectan al interior del vagón. Tan apacible, se observa, se contagia de sí mismo mientras el juego de luces y sombras le recorren la cara, dormido, el tren avanza.
En el número 33 y después en el 133. Este niño soñaba cosas de sus vecinos: el señor que siempre se siente observado y que se le hace un gran bigote de sudor cuando está muy nervioso, el hombre, ése que a leguas se ve que su familia lo desprecia, ah, y de su hermano el que va a la secundaria. No tuvo sueños propios, ni de mayor. Entendió tarde que los pensamientos están afuera no adentro, están dados. Tu tarea es engranarlos.
Releí la nota y dejé el periódico por ahí, es un pésimo hábito leer la nota roja durante la comida. Y mayor se vuelve cuando los problemas maritales no se han resuelto por años. Esa tarde había acordado verme con mi amante en el bar de la estación. Le di las gracias a mi esposa por la comida y me despedí fríamente de mis hijos, no quería llegar tarde a la cita y menos tener una discusión sin posibilidades de llegar a nada, esa es mi esposa. Me fui de inmediato a la recamara y me quité la camisa, la corbata y el resto del atuendo de oficina. Busqué entre mi ropa algo menos conservador, que me permitiera lucir bien; en verdad que estaba ilusionado con esta chica, era más joven que yo, además, me regresaba el aliento, las ganas. Desde nuestra primera salida comencé a sentirme distintito, único, especial, fui otro en todas la áreas de mi vida, menos las de mi hogar y lo que éste representa. Y he de decir esto, considerando la belleza y dulzura de esta mujer, de movimientos delicados, palabras oportunas y de pasión inagotable. Nuestros últimos encuentras se habían espaciado en demasía, cuestiones de trabajo, viajes, sus estudios. Hoy sería por tanto especial. En casa dije que saldría con compañeros de la oficina, que cenaran sin mí. No tuve respuesta, sólo una tremenda indiferencia de la familia.
Llegué más temprano de lo acordado, decidí tomar una copa en el bar. Podría prolongar el encuentro, desde una maravillosa espera; el bar era un lugar acogedor sin pretensiones y muy nostálgico (sus pequeñas y viejas mesas, el detalle de la lamparita), te atemporalizaba, lo hacía un lugar sin tiempos, al menos no presentes. La misma sensación tuve en otras visitas, sin ella. La esperé en la barra. Comencé con un brandy, los solían servir bien. La barra era muy larga, el cantinero no te escuchaba cuando atendía a los extremos. Ese día no fue así, sólo éramos dos, y ambos sentados en la barra, muy cerca. Un joven –para mi edad-, treinta y tres años tal vez mi acompañante de esa ocasión. El tiempo en el lugar sin tiempo comenzaba a pasar, lo noté no por observar mi reloj, menos por ver el del bar, inexistente, caso extraño para el bar de una estación de trenes; me di cuenta por los techos de los vagones que pasan muy cerca del ventanal de la barra que da al área de abordaje. Cada quince minutos salé un tren a destinos diferentes, puntual. Habían salido ya seis, una hora y treinta minutos de retraso. De los mínimos defectos en ella la impuntualidad no era uno. Fueron mayores las ganas de prolongar, noté que lo acompañe de tres copas más. No acostumbra a llamarle a su celular, y cuando lo hacíamos era una sola vez para quedar, no más. Mi silencioso acompañante revisó su teléfono, un mensaje, dejó un billete en la barra y se llevó el cigarro recién encendido. Sentí unas ganas tremendas de seguirle, tenía algo que ver con el retraso, él. Salí presuroso, sin pagar, el mesero me gritó algo. Salimos del bar, cerca había un túnel que comunicaba a los andenes. Iba tan rápido que ni siquiera se daba cuenta que era seguido. Al entrar al túnel el tren está a punto de partir. Va disminuyendo su velocidad, igual lo hago, quería hacerlo, a mi edad no es tan fácil correr como aquel día. Para un momento, reconoce a una chica que se encuentra parada en las escalinatas de uno de los vagones. Corrió hasta ella, le besó cariñosamente; desde donde los veía parecían no decirse nada, se –hablaban- decían en sus caricias, las caricias que le deba ella. Que me dio. Me vio, estoy seguro que me vio, lo abrazaba y a su espalda me miraba, ¿Lo había planeado? ¿Me lo merecía? ¿Regresaría? Terminaron por subir, el tren salía del andén, a la luz de la tarde. Me fui del allí hasta que el tren se convirtió en un punto, lejano.
Entró una pareja joven al vagón, el tren comenzaba su trayecto. Las caderas de la chica (encantadora, muy sexy) golpearon a un flaco muchacho que se encontraba cercano a la puerta de acceso. Ella y su novio siguieron, no los volvió a ver. El flaco adolescente es un chico que se le ve relajado. Esto quizá se pueda explicar: carga una mochila escolar y trae el uniforme de la secundaria (no supe si de los pantalones de cuadritos o de las grises de rayas anchas y delgadas). Una treinta, una treinta y tres -esa era la hora- seguro se voló las clases y desde la mañana anda en la calle, entre estaciones. Según la hora de salida de las secundarías en este momento iría de regresó a su casa para no ser descubierto. Llegaría a la casa, de la que salió en la mañana, dirigiéndose a la escuela. Decidió ese día no ir en cuanto puso el primer pie en la calle. Tomaría el tren que recorre la periferia, contaría el número de vueltas a la ciudad realizadas desde tempranas las siete hasta la una treinta de la salida. Haría un registro de los lugares que no conoce y conoce sin bajar nunca del vagón. En la primera estación –observó- era la ciudad, pero distinta, los edificios, la calles, están acomodadas de distintas formas. Esta vista si la conoce, es un barrio de tierra, ha venido aquí, tiene un amigo, contrario a lo pensado no es ni por asomo una mala influencia. El tren sigue, el interior le parece en ocasiones acogedor, en otras es un vagón arcaico, corre en vías frágiles, delgadas, las puede ver entre los tablones rudimentarios que forman el piso. Viajaba solo, subieron dos. Un golpe de un cuerpo - una chica- lo sacó del pensamiento de lo que había hecho en su día de no ir a la escuela. Para después verse sentado en uno de los asientos de ese vagón, tal vez anticuado pero perfectamente bien conservado. Se miraba allí dormido, lástima, no pudo ver el recorrido entre las casas, los talleres de las máquinas, los vagones parados, los abandonados, los grandes árboles y las sombras de sus ramas que se proyectan al interior del vagón. Tan apacible, se observa, se contagia de sí mismo mientras el juego de luces y sombras le recorren la cara, dormido, el tren avanza.
En el número 33 y después en el 133. Este niño soñaba cosas de sus vecinos: el señor que siempre se siente observado y que se le hace un gran bigote de sudor cuando está muy nervioso, el hombre, ése que a leguas se ve que su familia lo desprecia, ah, y de su hermano el que va a la secundaria. No tuvo sueños propios, ni de mayor. Entendió tarde que los pensamientos están afuera no adentro, están dados. Tu tarea es engranarlos.