Me enfoqué en hacer daño, premeditado, siempre bien planeado. Gocé del hecho de ver sufrir a otros. Sus ruegos, su clemencia en sollozos mi hinchaban el no sé qué, sentía algo bonito en ello. Es magnífico el pensar que alguien te pertenece, su vida, un ratito; que interpretado en ellos es eternidad. El dinero pasa a segundo plano, no digo que no se gane bien, cantidades jugosas, cada pescuezo tiene un precio, pero como dice el tendero “hay de precios”. Les decía, el dinero no ha sido –ni es- mi prioridad, los últimos instantes esos sin valiosos, vaya, invaluables ¿A poco nadie nunca te ha rogado por algo? Piensa que ese algo es su cochina (encantadora) vida; más disfrute si te arrancas la sombra de la culpa, si te destrabas el ancla del remordimiento. Tú los observas, los sentencias (desde allí empiezo a sentir un agradable cosquilleo en la nuca), el pobre no sabe nada de nada, menos que en quince minutos, dos horas, tres días, en una semana, cuándo tú quieras o cómo te lo hayan ordenado, se irá, no volverá. A mí nadie me ordena, no lo saben -hacen que no saben- yo lo hago por gusto. Un viejo ricachón rogó que no le cortará el índice y el meñique, el muy cabrón se meó entre ruegos, a mí me valió madres y le chingué la mano completa, nomas cachos entregamos. Entregaron el rescate completito. ¿Qué cómo le hago para no sentir nada?, no sé, creo que desde que estaba en la panza de mi mamá no sentía nada. A mi señora madre le decía la partera que el producto estaba muerto “nomas está flotando”, pero no, allí estaba yo calladito, cauteloso desde embrioncito. Las maestras de la escuela se sorprendían de mis dibujos: pura sangre de rojo acuarela. Me dejaron de comprar mascotas cuando a un cachorrito le di de martillazos en una de sus patas, eso no me detuvo. A los pollitos del rancho de la tía Jacinta les cortaba las patas con un hoja de rasurar (esto me llevaba tiempo), me gustaba verlos intentar andar sin sus patas. La primera vez que me cargué a alguien fue en el dispensario médico del pueblo, fue al médico (tres morunazos en el pecho), tardó horas para atender la pierna rota de mi hermano, esa también yo la rompí. Huí a la ciudad, donde me hice judicial. Nunca había tenido un arma, de inmediato hice uso de ella, tres teporochos que nadie echaría de menos, unos tras de otro. Me hice de reputación, los compañeros hablaban de mi valor, de mi frialdad, de mis huevos.
El trabajo sucio, lo que otros por sus ataduras morales no realizaban, esa era mi especialidad, casos perros para un perro. ¿Qué si me daban lastima? Un animal no siente lastima, siente hambre y yo siempre supe donde encontrar la comida. Me empezó a buscar gente que me pagaba por comer: prestamistas no remunerados, maridos engañados, locos rencorosos, cobardes que no se podían encargar de sus propios problemas y los patrones hartos ya de tanta sangre en las manos. De estos últimos me hice subordinado. Mi primer patrón me envió a la comarca, me detalló meticulosamente el encargo de ese día, horroroso para el promedio, a mí se hizo insignificante, me sentí ofendido. “Truénale un balazo en el corazón y córtale la cabeza, así aprenderá el pendejo y su gente…” dijo, en cambio los balazos se los troné a su esposa e hijo, a él lo torturé más de seis horas, le hice laceraciones y cortes en todo el cuerpo utilizando una punta hechiza, los cortes de los parpados le dolieron en serio; le puse a un lado los cadáveres de su esposa e hijo, le acompañaron durante toda la tortura. Al final le volé la cabeza de una sola tajada, un verdugo eclesiástico me sentí. El patrón me felicitó y me dio más dinero de lo pactado. Otro patrón me hizo su escolta, esa temporada en verdad qué hice daño, me iba convirtiendo en otra cosa, otro líquido me recorría las venas, ácido, ardía por dentro y encendía todo por fuera. Me desaté, mordí, trituré y escupí no tan sólo la mano que me alimentaba, fastidié su cuerpo y de paso, mi espíritu entero. Hasta ese instante supe de su existencia, el reconocerlo implicó sentir culpa y miedo. Grave –doble- error, en un mes este jefe sería ascendido a jefe único de la célula del bajío, mi vida corría un riesgo indescriptible, la escoria del país estaba tras de mí y era encabezada por el pútrido más vil, mi ser, mi yo.
¿Dolor? ¿Qué si siento dolor?, ojalá pudiese sentirlo, saben, en ocasiones me arrepiento de no sentir nada. A veces me arrepiento que no haya un dios que me castigue. Intentando escapar día a día, no de los sicarios, no de los políticos, no de los fantasmas, no, de mí mismo. Me arrepiento de no poder jalarle al gatillo.
El trabajo sucio, lo que otros por sus ataduras morales no realizaban, esa era mi especialidad, casos perros para un perro. ¿Qué si me daban lastima? Un animal no siente lastima, siente hambre y yo siempre supe donde encontrar la comida. Me empezó a buscar gente que me pagaba por comer: prestamistas no remunerados, maridos engañados, locos rencorosos, cobardes que no se podían encargar de sus propios problemas y los patrones hartos ya de tanta sangre en las manos. De estos últimos me hice subordinado. Mi primer patrón me envió a la comarca, me detalló meticulosamente el encargo de ese día, horroroso para el promedio, a mí se hizo insignificante, me sentí ofendido. “Truénale un balazo en el corazón y córtale la cabeza, así aprenderá el pendejo y su gente…” dijo, en cambio los balazos se los troné a su esposa e hijo, a él lo torturé más de seis horas, le hice laceraciones y cortes en todo el cuerpo utilizando una punta hechiza, los cortes de los parpados le dolieron en serio; le puse a un lado los cadáveres de su esposa e hijo, le acompañaron durante toda la tortura. Al final le volé la cabeza de una sola tajada, un verdugo eclesiástico me sentí. El patrón me felicitó y me dio más dinero de lo pactado. Otro patrón me hizo su escolta, esa temporada en verdad qué hice daño, me iba convirtiendo en otra cosa, otro líquido me recorría las venas, ácido, ardía por dentro y encendía todo por fuera. Me desaté, mordí, trituré y escupí no tan sólo la mano que me alimentaba, fastidié su cuerpo y de paso, mi espíritu entero. Hasta ese instante supe de su existencia, el reconocerlo implicó sentir culpa y miedo. Grave –doble- error, en un mes este jefe sería ascendido a jefe único de la célula del bajío, mi vida corría un riesgo indescriptible, la escoria del país estaba tras de mí y era encabezada por el pútrido más vil, mi ser, mi yo.
¿Dolor? ¿Qué si siento dolor?, ojalá pudiese sentirlo, saben, en ocasiones me arrepiento de no sentir nada. A veces me arrepiento que no haya un dios que me castigue. Intentando escapar día a día, no de los sicarios, no de los políticos, no de los fantasmas, no, de mí mismo. Me arrepiento de no poder jalarle al gatillo.
“Yo quería una misión y por mis pecados me dieron una”
Capitán Willard, Apocalypse Now.
Capitán Willard, Apocalypse Now.